Con el enorme gusto de reunirse en un restaurante del primer cuadro con un grupo de condiscípulos de secundaria, todos pertenecientes a la Prepa # dos -Iniciación Universitaria-, abordé el metro para bajarme en la estación Zócalo. Al salir de las instalaciones subterráneas, contemplé la majestuosidad de la Plaza de la Constitución, corazón del centro histórico de nuestra añeja ciudad... Y me llegó un recuerdo fulgurante dentro de mi mente: La añoranza de mi adolescencia como estudiante cuando al salir de clases, recorría la azotea y las torres de la Catedral, repicando las gigantescas campanas los días de fiesta religiosa o, cuando me ganaba unos centavos de los turistas que como su guía, les explicaba los murales de Diego Rivera en la escalinata y pasillos del Palacio Nacional y muchas reminiscencias más... Al término del desayuno, fuí a recorrer el inolvidable barrio universitario.
Recorrí todas las calles y todas las escuelas del barrio, principalmente a las que asistí: Mi secundaria en la calle Lic. Verdad; la Prepa Uno en San Ildefonso; la facultad en la calle de Academia; brotando por doquier tantos recuerdos y tantas anécdotas vividas con mis adolescentes y luego jóvenes compañeros -hoy ya viejos; pero con el corazón pubescente latiendo con el mismo ímpetu que cuando nos conocimos-, que junto con muchos abrimos los ojos a la vida, formamos nuestro mundo en el que nos desenvolvimos, plasmamos nuestro carácter, participando en el trabajo y llegamos a unirnos en familia... que no pude resistir más, mis lagrimas surgieron... Lloré... Mi juventud estaba allí retratada y personificada en cada uno de los muchachos que con sus libros bajo el brazo, pasaban acelerados frente a mí...
Me recargué en la pared y mi vista tropezó con un aparador de la sucursal del Monte de Piedad que se ubica en esa esquina, llamándome la atención un instrumento musical. Entré a la sucursal y lo pedí. Al mostrarmelo, lo revisé y ¡Sí era!... Un saxófono con una inscripción inconfundible, con un un nombre grabado: "Alberto Venero".
Lo compré y cuando lo tuve entre mis manos evoqué el recuerdo de como conocí a sus dueño y ejecutante. Partí, caminando hacia sus rumbos para entregarle el instrumento pignorado, como pago por los momentos que en su compañía disfruté, y sobre todo el poder verlo nuevamente y tener la satisfacción de escuchar su música, que ejecutaba con tanta vehemencia.
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Lo conocí en una cervecería, "La Muñeca", por la calle de Carretones. Sólo,me bebía una cerveza de barril en un tarro sudadito. Hacia mucho calor. Noté que a mis espaldas se paraba una persona en la puerta de la taberna, más adentro que afuera y con un saxófono, interpretó una inconfundible melodía. Me llamó la atención, volteo y lo escucho.
Al terminar entró y comenzó a pedir una cooperacion, se acercó a mí y lo observé: Su físico estaba muy traqueteado, sin poder calcular su edad. Vestía un traje muy usado, raído y sucio. arrugado como si durmiera con el puesto. Camisa igual, muy percudida y apulgarada, sin usar calcetines y calzando unos zapatos hambrientos, enseñando los dedos de los pies por las punteras. Su aliento alcoholizado, pero el saxófono se veía impecable.
-Te doy sólo si sabes qué tocaste y quién es el compositor-. Le pregunto y sin dudarlo, muy pausado me contestó:
-Opera Rigoletto, de Guiseppe Verdi, fué estrenada en 1851 en Venecia con un libreto de Piavé...
-Muy bien mi filarmónico, si conoces...
-Claro que conozco, aunque usted me vea así, estudié en el Conservatorio, tengo título de concertista, -me responde pausadamente otra vez y le invito a tomar, diciéndole:
-No lo dudo, se nota... ¡Andale! échate una y como dice un estúpido conductor de televisión, tócame otra del mismo autor.
Avidamente bebió la cerveza y terminándola en dos tragos, antes de iniciar a tocar, me dijo:
-El Brindis, del primer acto, de la Opera La Traviata.
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Nació en la calle de Abraham Olvera casi esquina con San Ciprián por los rumbos de la Balbuena, en el hogar de una buena casa. Su madre al dar a luz a su segundo hijo, poco después de parir, murió. A las pocas horas después fallecía también el recién nacido, quedando huérfano al primogénito a los dos años de edad. Su padre, que nunca se volvió a casar, era comerciante dedicado a la venta de camarón seco, en una bodega de su propiedad en las calles de Ramón Corona.
El Comercio le dejaba buenas utilidades, pero sólo le servía de tapadera. Su principal negocio era la droga, como uno de los principales distribuidores de mariguana que en contubernio con una mujer del barrio de la Candelaria, controlaba el mercado.
Un hermano del padre, guitarrista, bohemio y poeta según él, pero borrachin para todos, vivía a costillas del hermano. Contrariando las órdenes recibidas que por ningún motivole enseñara a tocar la guitarra a su hijo, por ser un instrumento muy alcahuete para fomentar el vivio y las pachangas, primero le enseñó a tocar el piano que perteneció a su madre y luego a acompañarse con la guitarra, demostrando desde pequeño gran disposición para la música.
Su padre lo adoraba y no quería que su hijo se mezclara con el lumpen que imperaba en el barrio en que vivían, por tanto, cursó la primaria con maestros particulares que le impartían las clases en su propia casa. Así mismo acudió a la secundaria en una escuela particular muy importante de la ciudad, con un servicio de transporte que lo llevaba y regresaba a casa, sin permitirle tener relación con los niños del vecindario.
Terminando su bachillerato, le informó a su padre que deseaba cursar la carrera de concertista y que solicitaría su ingreso al Conservatorio Nacional de Música, estudiando una especialidad que desconcertó a todos: El saxófono. Su padre le regaló el mejor que encontró en el mercado -con tesitura de tenor, una de las siete que conforman la familia de los saxófonos-, y le mandó grabar su nombre "Alberto Venero" para que en caso de pérdida o robo, fácilmente se localizara.
Dos años de estudios musicales llevaba, cuando surgió lo impensable: La policía cayó sobre las actividades ilícitas del padre. Lo arrestaron, lo investigaron, demostraron su culpabilidad y fue encarcelado. Todas sus propiedades y negocios le incautaron las autoridades. El muchacho, de la noche a la mañana, se quedó sin nada. A los diecinueve años con un carácter retraído, poco comunicativo, influenciado por el mando paternal que todo lo resolvía, con poca fortaleza de ánimo y de fácil convencimiento, heredó el carácter sometido de la madre y no el imperativo del padre, que mucho le afectaría en la toma de decisiones que el destino le tenía asignado. Sólo con su ropa y su instrumento, se fue a vivir al sórdido cuartucho que su tío habitaba. Ahora para poder continuar sus estudios y mantenerse, debería empezar a trabajar.
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Por sus buenas aptitudes demostradas en el Conservatorio y con la recomendación del Director, consiguió trabajo en la Orquesta Sinfónica de la Policía del D.F., con cuyo sueldo le permitió continuar sus estudios en forma muy precaria pero suficientes para sus nuevas necesidades y la nueva vida que empezaba a disfrutar.
Perteneciente a la misma orquesta, conoció a Violeta, mujer con un cuerpo esbelto y buena figura, rostro hermoso y treinta años de edad pero con treinta vueltas al velocímetro de la vida. Fácilmente lo atrajo e hizo que se enamorara perdidamente de ella. Ejecutaba el violín con muy buena técnica. El día que Alberto presentó su examen profesional con la orquesta con la cual trabajaba, interpretó como solista la Sinfonía Doméstica de Richard Strauss para saxófono y orquesta; al finalizar, recibió dos premios, el primero su aprobación como concertista y el segundo, a Violeta. Ésta lo llevó a su casa, lo introdujo por los senderos del amor que tan bien conocía, y el joven músico, casto, perdió la inocencia bebiendo de la sabiduría erótica que en las lides del sexo, la violinista era primera concertista.
Vivieron juntos durante dos años. Al regresar de una gira con la Sinfónica a la cual Violeta no fué convocada por no ser parte de la ejecución que el programa exigía, al llegar a su casa la encontró entregada a otro hombre. Fue impactante para el músico el desengaño amoroso, pero no le hizo escándalo, ni le peleó, solo tomó su ropa y sin decirle nada, se retiró.
Regresó a casa de su tío, desconsolado le platicó su pena de amor y éste en base al refrán de "las penas con vinos, son menos", inició en el escabroso vicio de adicción al alcohol, al sobrino víctima de la desilusión por la infidelidad de su pareja. Dejó el trabajo en la Orquesta, no quizo ver más a Violeta y se entregó al ocio y al deleite de los néctares espirituosos y báquicos.
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Tiempo después el tío le informó que dos hermanos -Los Marbáez- estaban formando una marimba orquesta, "La Tucita" y que necesitaban saxofonista. Alberto se presentó y fue aceptado como integrante de la nueva orquesta. Desde su presentación le llamaron por su nombre corto, de cariño, de Alberto a "Beto", y su apellido Venero sufrió un apócope, a simplemente "Ven". Por lo cual el músico fue llamdo desde entonces por todos sus compañeros como "Beto-ven".
La marimba orquesta comenzó a tocar en los pequeños salones de baile que en ese tiempo proliferaban por las colonias: El Verde y Oro" en la colonia Obregón, el "San Luis" por las calles de Taller, "El Ixtacalco" en Santa Anita y posteriormente en los de renombre: "Floresta, Fenix, Smyrna Club, La Playa, Salón Colonia, Chamberí y Los Angeles", por muy diversos barrios diseminados por la entonces creciente ciudad de México.
Y Beto-ven combinó sus actividades musicales con las actividades gustativas del licor, manteniendo una tranquilidad aparente, que sólo se vio empañada por la muerte de su padre, dentro del penal de Lecumberri, muerte ocasionada por ls venganzas de los traficantes de mariguana. Una vez que recibió el cuerpo, el tío y los integrantes de la orquesta lo acompañaron hasta el lugar de su reposo final, en el panteón de Dolores.
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En uno de los salones de baile antes nombrados, conoció a Rosina, jovencita que invariablemente asistía a divertirse a los bailes que se celebraban los sábados y domingos en el salón de su barrio y donde Beto-ven participaba con la marimba orquesta. Tras varias citas que le permitió reunirse con ella, la hizo su novia primeramente para que poco tiempo después, se casaran. Alquiló un departamento, lo amuebló e instaló su feliz hogar. Rosina le dio dos hijos: Una mujer, Rosana y un varón: Adalberto. Por la felicidad que disfrutaba, dejó el vicio. Vivió su mejor época, durante quince años llevó una vida ejemplar dentro de una familia bien armonizada.
Rosana, su hija, a los catorce años era una verdadera belleza, poseedora de un cuerpo perfecto sustentado por dos bien torneadas piernas que culminaban con unas caderas que vibraban cuando caminaba y las posaderas, una tentación. El rostro, de rasgos finos, unos ojos enormes y pelo castaño ensortijado. Alberto le exigía mucho a la madre que tuviera cuidado con las posibles relaciones que llegara a tener la hija, que mantuviera una estrecha vigilancia y escogiera a sus amistades; pero todas estas cautelas fueron infructuosas. Un policía judicial prepotente y autoritario, la raptó. El músico la buscó hasta enterarse quién la había secuestrado. La encontró encerrada en un cuarto de un hotelucho de la colonia Obrera. La rescató y regresó a casa. Para Rosana, salir del hotel y regresar a casa fue la misma situación. La mantenían encerrada sin poder salir de su habitación.
El abyecto judicial, al conocer el rescate de la muchacha, llegó a la casa de Alberto, penetró con lujo de fuerza, golpeó al matrimonio y volvió a llevarse a la hermosa hija para regresarla días más tarde. Cada vez que se le antojaba o cuando se encontraba en estado de embriaguez, llegaba por ella y previo escándalo la sacaba de la casa y posteriormente, traerla de regreso. Rosana quedó embarazada y el judicial, al cometer un delito de soborno y sorprenderlo in fraganti, lo destituyeron y previo proceso fue encarcelado. Tres meses después de cumplir sus quince años Rosana dio a luz a un hermoso niño. Decepcionado por todos esos sucesos y aunado a su poco carácter el músico volvió a beber, cayendo en las garras del vicio que jamás volvió a dejar. Por sus continuas borracheras y faltas al trabajo, Alberto fue despedido como integrante de la marimba orquesta.
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Mucho tiempo sin trabajar, obligó a Beto-ven a formar una murga callejera, con un grupo de personas semejantes a él; tanto como músicos como borrachos. El conjunto lo integró con un saxófono -el suyo-, una trompeta, tololoche, tarolas y tumbadora y el güiro, cuyo ejecutante era también el encargado de pedir y recoger las monedas que al público o a los comercios frente a los cuales tocaban, solicitaban como cooperación por las melodías que ejecutaban con marcado ritmo afro-cubano.
Mientras el tiempo pasaba, el cuerpo de Rosana con la maternidad se tornó más voluptuoso, motivando que Beto-ven ordenara a su mujer que prácticamente la enclaustrara, no permitiéndole ni asomar las narices a la calle. Quizá para protegerla de otro posible mal paso o quizá como rememoración de su juventud, cuando su propio padre no le permitía convivir con nadie del vecindario. Poco más de un año transcurrió de esta manera, su nieto que empezaba a caminar, comenzó ganándose el cariño hacia él y poco a poco fue doblando las manos con respecto a la rigidez con la que se trataba a la muchacha. Ésta, en plena juventud, con ansia de diversión y heredando los gustos de la madre por el baile, le pedía permiso para acudir a las fiestas de las que recibía invitación, encontrando en el padre una negativa total. Pero, como siempre; si "La Santa Sede", un pecador y empedernido borracho... ¿porqué no iba a ceder?. Con la condición de que cargara a su hijo y en compañía de su madre, comenzó a asistir a reuniones familiares, luego a fiestecitas de vecinos para finalmente, engañando al músico, a los bailes de salón que era el deleite y pasión de ambas.
Rosina, a sus casi cuarenta años, era una mujer de buen ver y mejor tocar, algo jamonona, pero de gran gusto para los jóvenes que acudían a los bailes. Muy deseada, podíamos decir que tenía más pegue que su propia hija. Y sucedió lo que se veía venir. Ambas con gran deseo de vivir y gozar el momento, de alcanzar la diversión que les tenían negada; la joven, por el potencial que encerraba su cuerpo y deseaba exteriorizarlo, y la madre, por la carencia de relaciones sexuales por el vicio de Alberto y lo proclive del ambiente de parejas por el roce de los cuerpos, le dieron vuelo a la hilacha y cada una por su lado, resultaron embarazadas.
Fue un golpe mortal para el músico al saber la situación de la madre y de la hija. Lo trataron de ocultar inventándole el cuento de que Rosana le ofrecían trabajo fuera de la ciudad y su madre, previo el permiso, le acompañaría. Pero fue inútil, Beto-ven se enteró por boca de sus propios compañeros.
Rosana dio a luz a otro varón, y quince días después la madre. El parto por su edad tuvo complicaciones y al dar a luz a una bebita, por la eclampsia, al igual que la madre de Alberto, falleció. Así que Rosana amamantó al mismo tiempo a su hijo y a su hermana.
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Meses después, el ex-policía judicial salió libre de la cárcel y su primer acto en libertad consistió en buscar a Rosana. Como expiación a su anterior pésimo comportamiento, aceptó la paternidad de su hijo, reconoció al segundo también como suyo y adaptó a la pequeña hermanita. Contrajo nupcias con la hermosa muchacha y partieron fuera de la capital, en búsqueda de una nueva vida.
Adalberto, el hijo, en forma lírica aprendió a tocar el bajo eléctrico, se enroló en un grupo de músicos de rock y sin control familiar, abandonó el desvinculado hogar, y no se supo más de él.
Beto-ven abandonó la murga y se convirtió en un teporocho consuetudinario, sin trabajo, no pudo pagar el departamento en que vivía ahora solo, y lo corrieron del mismo. Regresó, nuevamente como muchos años atrás con su tío; al presente, convertido en un anciano decrépito impedido de levantarse del catre que ocupaba en la humilde pocilga, ya que no podemos decir cuarto, en que vivía.
Tocando como solista, a las puertas de las cantinas, bares o comercios; en los mercados, plazas, tianguis o a media banqueta, recibiendo alguna moneda que le servía para prolongar su estado alcohólico y comer unos cuantos mendrugos que como limosna recibía de las fondas frente a las cuales tocaba. Fue en esta época, cuando lo conocí, cuando ejecutó la música de Verdi, a petición mía.
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Cuando llegaba por el barrio para saludar a algunos amigos, normalmente acudíamos a la cervecería o al bar "Agustín" a comer y desgustar algunos vinillos. Preguntaba al mesero y éste diligente enviaba a algún bolero a buscarlo. Ni tardo ni perezoso aparecía en el lugar donde estuvieramos y empezaba a tocar como un verdadero virtuoso, con técnica e inspiración, la música culta que le solicitaba.
Alberto, entre copa y copa y entre melodía y sonata, me platicaba su vida, me hablaba sobre los conocimientos musicales que tenía, de las cuatro piezas independientes que llamados "movimientos" integran las sonatas como composición instrumental de las cuales era un apasionado; de la vida de los grandes compositores que como él fueron presa de la miseria y el vicio del alcohol.
Traté de ayudarle, lo recomendé con un amigo director de una orquesta, pero ya no tenía remedio, el vicio fue mayor que el deseo de volver a encausar su vida. Cuando murió mi padre, toda su ropa se la regalé para que luciera mejor presentación, pero cuando carecía de dinero, la vendía al ropavejero para adquirir su ración o "dosis" diaria de embriagante. Lo mismo hacía con el dinero que le entregaba como pago por la ejecución de la selecta música con que nos deleitaba en las reuniones con mis amigos. Sólo para su vicio.
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Presuroso me encaminaba hacia el barrio. tenía mucho tiempo de no verlo. Le entregaría su instrumento y le preguntaría cuál había sido la causa de haberlo pignorado, ya que era toda su vida y sin él, no tenía sentido su existencia. Recordé que una vez me comentó que si perdiera su saxófono el dejaría de vivir.
Llegué a la vecindad donde vivía y me encontré el solar baldío. Un incendio provocado quizá por los dueños del terreno para desalojar a los inquilinos, cuya miseria no les redituaba ninguna utilidad, ni por trámites legales los podían desalojar, el fuego era la mejor solución. El tío, inválido, sin poderse levantar, murió calcinado sin quedar resto alguno para ser sepultado. Desde este suceso, el músico dormía en la calle, en el lugar donde lo encontrara la noche, solo abrazando al estuche que guardaba a su querido acompañante.
El voceador del puesto de periódicos de la esquina, me informó que Beto-ven sin conocimiento de nadie, desapareció del barrio durante tres o cuatro meses y tenía sólo dos días de haber regresado. Lo vio muy enfermo, sin el instrumento y que pernoctaba por la calle de Santo Tomás.
-Lo más seguro es que lo encuentre fuera de la cantina pidiendo para su trago-. Con tristeza y meneando la cabeza en forma negativa, el voceador me continuó hablando:
-Ya no tiene remedio. No tarda en morirse...
Rápido me trasladé hacia la cantina y justo a tiempo llegué:
Afuera de la cervecería donde lo conocí, sobre la acera y semirecargado a la pared, yacía moribundo, parecía dormir, e hincándome frente a él rodeado por un grupo de curiosos, le hablé:
-Alberto... maestro... soy yo... su admirador. - Abrió los ojos y me reconoció... esbozó una sonrisa y muy quedo trató de hablarme:
-Hace mucho que no lo veo... Lo busqué...
-No se esfuerce, maestro, mire lo que le traigo: su saxófono -lo saque del estuche y se lo entregué.
Extendió los brazos, lo tomó, con dificultad se sentó y acercó la boquilla a sus labios y trató de ejecutarlo... ya no pudo.
-No puedo complacerlo con la musica de su predilección... ya me voy a morir... mejor conservelo Ud., se lo regalo... cuídelo mucho. -Lo acercó a su boca, lo besó.. y me lo entregó.
Me levanté, rápidamente pregunté donde estaba un doctor y me informaron:
-El doctor Garduño, está dando vuelta a la esquina... -Fui por él, cuando llegamos a su lado, Alberto había fallecido. No había nada más que hacer por él.
La gente piadosa le colocó varias veladoras encendidas y un platito para depositar algunas monedas. El Ministerio Público dio fé y la ambulancia muertera lo recogió. No tenía ningún pariente que lo reclamara y para evitar quer terminara en la fosa común, asumí la responsabilidad y al término de la autopsia y los tramites legales, procedí a enterrarlo en la misma fosa donde años atrás, según me lo indicó en una de sus charlas, sepultó a su padre. Al sepelio, que partió de la delegación, acudió toda la fauna más increíble de sus amigos: Sus compañeros músicos, los teporochos, raterillos, pepenadores y unas señoras vestidas de negro expertas en rezar con mucha dignidad por la muerte de uno de ellos, de uno de su propio equipo.
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El saxófono lo guardo aún, lo tengo en la sala de mi casa. Nunca supe porqué o quién lo empeñó, ni nunca quién obtuvo beneficio de esa pignoración. Me preguntan porqué o cómo lo obtuve y les miento, no cuento su historia. No sé ejecutarlo ni dejo a nadie que lo toque. Sólo, cuando en ciertos momentos paso por alguna depresión, recostado sobre el sofá y cerrando mis ojos, evoco a su espíritu y sé que acude, toma su saxófono y me complace con su música ahora celestial, reconformándome.
Siempre consideré al saxófono como el instrumento que en su ejecución, sus notas vibran irradiando sensualidad, con una suavidad deslizante aporta a los sentidos una ensoñación, un viaje de ida al universo del amor, y sólo con una interpretación inspirada, como las que realizaba el músico, se efectúa el deseo supremo que la música como bella arte, cumple al embelezar nuestra imaginación. Por eso, en mi sala, le rindo culto al instrumento de mi predilección, el saxófono de Beto-ven.
Nunca olvidaré su historia, su trágica vida que como a tantos otros muchos se trastocó por el devenir de los hados de la suerte, del destino inconmensurable que nos rige y marca el sendero de cada individuo, de cada artista, que como el de Alberto, pudo haber sido el de un gran músico, el de un ... Beethoven.
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