martes, 8 de julio de 2008

"Pifas"

=UNO=

Reyes, el zapatero remendón, mejor conocido por su apodo de “El Virón”, arreglaba zapatos desde que tenía memoria. Heredó de su padre el oficio. Muy pequeño quedó huerfano de madre. No aguantando la vida al lado de su madrastra, abandonó a la familia. Oriundo de Guanajuato y apenas cumplidos los diesiseis años, de machetero en un camión cargado de limones, llegó al barrio. Don Chinto por su edad y padeciendo cataratas, le traspasó su puesto y lugar que ocupaba, pagándole el guante convenido con lo que había ahorrado haciendo mandados y cargando bultos.

Desde que se sentó en su banco y mesa para remendar zapatos en la esquina de Santa Escuela, nunca faltó un solo día y ya habían pasado casi dos décadas.

Todos los días rondando las diez mañana, llegaba arrastrando su carro de trabajo. Una mesa de madera cerrada por tres lados y por el lado abierto, unos cajones para guardar tacones de hule, clavos, suela, etc.., dejando un espacio para el banco donde se sentaba. A las patas les adaptó unas ruedas formadas con baleros de auto y todo el mueble lo pintó color naranja con un rótulo: “Reparación de zapatos El Virón”; de allí su apodo.

Su jornada de trabajo terminaba poco antes de oscurecer. Guardaba sus herramientas, se levantaba y empujaba su carrito rumbo a su casa ubicada en una vecindad en las calles de Juan de la Granja. Antes de llegar, entraba a la pulquería de la esquina rotulada con el nombre de: “Juan sin miedo”, a libar pulque dejando su fuente de trabajo justo a la puerta del local. Nadie osaba robarle, primero por ser muy conocido, y segundo por temor. Sabían que manejaba muy bien la chaira... Tuvo varias riñas fuera de la pulcata saliendo siempre bien librado.

Una noche poco antes que cerraran el expendio de pulque, salió tomado, se apoyó del carro para guadar el equilibrio y empujó. Escuchó un llanto... se detuvo-. Lo volvió a escuchar... Se agachó y dentro del carrito, sollozando, medio dormido… ¡Estaba un niño!

Muy de mañana sacaba usa mesita, dos botes alcoholeros, una olla y dos anafres. Flavia vendía atole y tamales empezando a la siete de la mañana. Se instalaba sobre la banqueta de su calle, en la esquina con Candelaria. Vendía bien. Los empleados y obreros de una ferrtería desayunaban con ella o, cuando se les hacía tarde, les mandaba lo que pedían al negocio. Terminaba antes de las diez, recogía y a su casa. Le daba de desayunar a Reyes antes que saliera a trabajar. Después de disponer la comida del día salía a comprar los ingredientes para preparar los tamales y el atole.

A las tres le llevaba de comer al zapatero, pasando primero a la pulquería donde le compraba un litro llenando un envase de vidrio de la medida, de la lechería “Los Volcanes”, envase al cual le habían colocado especialmente un arillo y asa metálicos. Comían juntos. Al término limpiaba los platos y la escamocha sobrante se la daba a una perra: “La Chiripa”, que sólo llegaba con ellos, puntualmente a la hora de comer. Regresaba a su casa, alistaba los productos de venta y nuevamente a las seis de la tarde salía a vender. Si Reyes llegaba antes de las nueve, encerraba su carro y la acompañaba; si nó, levantaba el merendero ambulante e iba por él a la pulcata. Tanto para cuidarlo evitando que riñera, tanto para que no tomara mucho.

Flavia ya vendía tamales en la colonia Agua Azul -irónico nombre para la colonia donde no había agua ni para un jarro-. Su marido la abandonó, después de un gran pleito que tuvieron. Le reclamó siempre que era una vieja mula porque nunca le había dado hijos; éste, ya tenía hijos con otra mujer. No le importó. De sus ventas bien se mantenía. Se consideraba una mujer independiente.

Conoció a Reyes cuando fue al mercado de la Merced a comprar hojas para los tamales. Sus zapatos necesitaban reparación. Se sentó a un lado del remendón en el banco para los clientes, se quitó el calzado y puso sus pies sobre unas hojas de papel periódico que hacía las funciones de alfombra. Mientras él trabajaba colocándo las tapas y cosiendo lo roto de la piel a sus zapatos, lo observó: Era más joven que ella, y le gustaba. Se esmeraba en su arreglo cuando pasaba a saludarlo y por tanto, los viajes al mercado se realizaban con mayor frecuencia. Flavia tenía un busto prominente que insinuaba entre el escote de su vestido, al agacharse con el pretexto de saludarlo. Reyes permanecía soltero, pocas semanas después muy gustosa, se fué a vivir con él.

Esa noche llegaron juntos a la puerta de la vecindad. Reyes rápidamente -como nunca lo había hecho- entró con su carro. No le ayudó con el equipo tamalero. Extrañada, entrando a su vivienda, le preguntó:

-¿Qué pasa viejo? ¿Por qué tanta prisa?

-¡Calla Flavia!, ¡Mira lo que traigo! El sólo se metió. ¡Cuando salí de la pulquería ya estaba adentro!, -exclamando con un grito sordo.

Flavia se agachó, metió sus manos bajo el cuerpecillo y lo levantó, lo cargó entre sus brazos arrullándolo y dijo:

-¡Un niño, que bonito está!, -mirándolo arrobada.

-¿Qué haremos con él?,-preguntó el zapatero-.

-Por lo mientras esta noche nos quedaremos con él. Tiene hambre. Ya mañana Dios dirá.

Lo abrazó con ternura, cambió sus ropitas lavándolas de inmediato mientras lo bañaba con agua caliente que previamente calentó en un bote. Lo tapó con un retazo de lana que habilitó como camisón. El niño comenzó a llorar, preguntando con su vocesita a media lengua: =Quiero a mi abuelito... ¿Dónde está mi abuelito?...=

Flavia lo tranquilizó, le dio de comer y se recostó a su lado. A poco se durmió el niño, se levantó y lo miró con los ojos colmados de lágrimas, San Judas le había hecho el milagro:

¡Era el hijo que siempre había deseado tener!

Contra esquina donde se colocaba el zapatero, Chona la fondera, mujer chaparra, morena, regordeta con amplio vientre producto de muchos embarazos, y que se hacía más protuberante por el delantal en cuyas bolsas guardaba el dinero de las ventas, montaba su puesto de comidas. Las enormes cazuelas sobre los anafres, los parroquianos sentados a su alrededor en una banca de madera. Un toldo para guarecerse tanto del inclemente sol, como de la molesta lluvia, hecho con una colcha roja, que aún debía al abonero.

Le había visto pasar de la mano de un señor, ya entrado en años, vestido de traje con chaleco y sombrero. El niño le dijo que tenía hambre -por eso se fijó en ellos-.El señor le contestó:

-Espérate hijo, a la salida de la misa, comemos. -Siguió a la pareja con la mirada hasta la esquina cercana, la calle de la Soledad, tomando rumbo a la iglesia. No lo soltaba de la manita, lo cuidaba con mucho esmero. No parecía su hijo, por la edad del señor más bien parecía su nieto.

Chona nunca pudo informar. La mañana siguiente cuando lavaba a cepillazos la banqueta donde se instalaba, estando listas las cazuelas con los guizos para almorzar, un camión de la linea Juárez Loreto, manejado por un chofer que perdió el control del vehículo, se proyectó contra el puesto. Aplastó a Chona contra la pared. El espectáculo fue enorme, la morbosidad de la gente no quería perder detalle alguno. Cuando retiraron el camión, el cuerpo de la fondera quedó sobre la acera. Pese a su corta estatura, Chona virtió veinte litros entre sangre y mole, al mezclarse su propio humor sanguíneo con el contenido de la cazuela molera, que en pedazos quedó sobre su cuerpo.

-¡Tienes que entregarlo a la policía! -Le dijo Flavia a la mañana siguiente al regresar de la venta matutina, no muy convencida de su dicho. El niño apenas despertaba.

-¡Cómo creés!. Conoces mis antecedentes. Me presento ante la chota y me tildan de robachicos. La cosa está que arde por lo del niño Bohigas. De santos me presento y me cargan el muertito al verme con este niño. ¡Ni Dios lo quiera! -Muy afligido contestó Reyes-.

Flavia salió. Le compró ropita y un carrito de bomberos, le vistió y le dió de desayunar a ambos. El zapatero continuó:

-¡Mejor me lo llevo a la chamba! Lo siento a mi lado y si alguien lo busca se los entrego, les digo que llegó solito y lo estoy cuidando que no se pierda o que no se lo roben. ¿Qué te parece? -asintiendo Flavia, Reyes metiendo al niño dentro del carro salió a trabajar. Al llegar a su esquina, todo el crucero estaba atiborrado de gente. Le informaron de inmediato: un camión que se estrelló contra la pared, atropelló a Chona, matándola.

Puntualmente llegó con la comida. Flavia, lo primero que hizo fue desatar al niño. Reyes uniendo tiras de cuero fabricó una correa, amarró una punta a los tirantes del pantaloncito y la otra la clavó al carro. Así, si se salía de su vista por el desempeño de su trabajo no lo perdía de su control. Terminando de comer, cargó al niño y regresó con él a la vecindad. A preguntas de la portera y dos vecinas que se cruzaron con ella al entrar al patio, contestó:

-¡Mi hermana nos lo encargó!, Fue al puesto de mi viejo y dejárnoslo... ¡Va a alcanzar a su marido que se fue de bracero!. Voy a tenerlo unos meses mientras regresa o me escribe mandándome dinero para que se lo lleve hasta la frontera.

El niño se acostumbró. Jugaba al lado de Reyes por las mañanas y por las tardes en compañía de Flavia. La pareja estaba feliz. El negocio prosperó, tenía mucha chamba. El zapatero decía que el niño llegó con una torta muy grande. Con sus ingresos y los de la venta de tamales, podían educar bien al crío. No le faltaría nada.

Todavía pensando que alguien pudiera pasar y reconocerlo, Flavia tomaba grasa de los zapatos y embadurnaba ligeramente su carita y sus manos para que pareciera más morenito. Lo hacía todos los días, lo adoraba y el niño correspondía a sus caricias.

-¡Quiúbo Reyes, mi buen Virón!, vas a disparar o disparo.- Sentándose junto a él y haciendo un ademán al aire formando un círculo con el índice apuntando hacia la mesa, Pancho el Pañoso, el mejor metemanos del barrio, llamó al jícarero.

-¡Sírvele lo mismo!. Yo quiero un curadito de alfalfa estomacal, terminé de comer y con ése me la bajo.

Servidos y bebiendo a la voz de ¡Salud!, el Pañoso de sopetón, le espetó:

-¡Conozco a tu chavo mi Virón. Ese, no es tu hijo... -abriendo los ojos por el asombro, calmándose, Reyes le contestó:

-¡Claro que no es mi hijo!, es sobrino de la Flavia.

-No me vengas con cuentos. Yo sé de donde salió!

Pidiendo otra ronda de vasos de pulque, el Pañoso empezó a contarle:

-Este chavo lo traía un ruco, yo lo seguía, era mi gil. Todos los días acudía al templo de San Pablo, allí lo conocí, le dí un arrimón pero no le pude escamotear la molleja con leontina que cargaba. Andaba de parada, buen tacuche y lucía marmaja que guaché cuando sacó la pachocha para comprarle un pabellón al niño. Una vez a la semana venía acá, al barrio, a la Soledad. Le gustaba ver a la salida de la iglesia a todas las golfas que talonean en el jardín. Ésta vez que vino, lo tenía medido; pero se me adelantó “La Tullida”. Se arregló con él. Ésta se encaminó fuera de donde se ocupa, hacia Zapata, al cinco letras. El la siguió a distancia. Al pasar cerca de la estación, el ferrocarril tocó su silbato muy sonoro. El escuintle se espantó, se safó de la mano del ruco y corrió rumbo al puesterío.

-Lo buscó por todos lados. Contrató muchachos que le ayudaran a buscarlo; pero éstos no hicieron nada, sólo le bajaron la lana al ruco. Después de mucho buscar, no lo encontró, se regresó por donde llegó y al llegar a General Anaya le dijeron que una pepenadora llevaba cargando un niño con las características que el detallaba, había tomado rumbo a Balbuena. No la encontró -.

-Desesperado, se largó por la avenida, iba rumbo a su tonel. Lo seguí, al llegar a las calles de Carretones lo atoré. Se me pusó al brinco, estaba fuerte, pero saqué mi filero y le tiré un lance... caminó un poco y frente a la puerta de la Tenería, azotó. Lo aliviané de la pachocha y la molleja y me retiré a mi cantón. Nadie me vió.

-¿Y qué pretendes al contarme eso Pancho? -asustado preguntó-.

-Que me entiendas carnal, necesito una lana, tápame la buchaca, tú sabes que la tira ...

-¿Y si doy el chivatazo de lo que hiciste?.- interrumpió Reyes en tono amenazante-.

-No te conviene mi ñero, tenemos cola que nos pisen y además, perderías al chavo. La chota te acusaría de robachicos y por otra, aunque no dieras el chivatazo, si no me pones a mano, conozco el chante donde vive el crío, doy el pitazo y quizá hasta una lana como recompenza, me ganaría. Tú saldrías perdiendo de todas formas mi buen Virón. Piénsalo bien carnal.

Reyes se quedó callado, pensativo, con la mirada fija en la mesa, juguetando con el vaso de pulque. El Pañoso continuó, después de darle largo trago a su pulque:

-La tira me trái jodido. Le tengo que entrar con mi cuerno cada sábado para que me dejen chambear, si no lo hago me enchiqueran ...- el Pañoso hizo una pausa para ver como reaccionaba el zapatero. Éste seguía agachado recorriendo con sus dedos lo rugoso del vaso cacarizo, donde bebía.

-No necesito mucho, con tu cooperacha me sacas de la bronca ..

-¿Y donde te reúnes con los tecolotes?, -nuevamente interrumpió Reyes.

-No son tecolotes, son tiras, de la secreta, mi buen Virón. Me reúno con ellos en la esquina de la Clemente Jacques, llegan en un rufo sin placas ya entrada la noche, para que no haya testigos de la movida. -Le indicó el metemanos-.

-Bueno, -muy callado asintió Reyes -. El sábado es el día que me va mejor. Te llevo lo que caiga y lo que junte estos días,. Nos vemos en esa esquina después que cierre el changarro, como a las diez de la noche...

-¡Te cái! -preguntó el Pañoso, ¡Me cái!-, contestó Reyes.

-No se hable más... ¡Ai nos vidrios mi buen Virón-. Levantándose de la mesa sin pagar la cuenta, el Pañoso salió de la Pulquería-.

El domingo en la madrugada la ronda de tecolotes, en la esquina de la Clemente, encontraron el cuerpo del Pañoso sobre un charco de sangre. Degollado. No investigaron. Sabían los nexos que el muerto tenía con la policía y el vecindario le echó la culpa del asesinato a la tira.

El niño corrió asustado, a todo lo que daban sus piernitas, hacia el puesterío de la calle Rosario. Se detuvo, volteó para ver si venía tras él su abuelo, no lo vió. Se regresó a la iglesia por la parte posterior de la construcción, escondiéndose entre los salientes de los altos muros. Entonces vió al abuelo, que silbando y pronunciando su nombre, lo buscaba. Cuando se dirigía hacia él, fuera del ángulo visual de donde se encontraba el viejo, volvió a sonar el estruendoso silbato de la locomotora. El niño corrió espantado hacia los puestos, escondiéndose tras del que expendía esquimos. Se mantuvo en este lugar durante largo tiempo jugando con sus canicas; luego, pensando que la máquina ya no silbaría, salió a buscar a su abuelo. Ya no lo vió, creyó que se regresó a casa y reconociendo la calle, dirigió sus pasitos para donde imaginaba, estaba su hogar.

Al cruzar la calle de Corregidora, un famélico perro que roía un seco hueso trató de morderlo. Gritó empavorecido, y corrió rumbo a San Ciprián. Se perdió, no conocía el camino. Se sentó en la guarnición de la acera y empezó a llorar.

Juana pasó en ese momento junto al niño, se detuvo, lo levantó y cargó, dejando a un lado el costal donde recolectaba desperdicios de cartón y papel. Era pepenadora. Lo consoló y el niño cansado se durmió en su regazo.

Llegó a entregar el contenido de su costal al depósito de basura de la plaza Gral. Anaya. Le dieron unos centavos y se alejó cargando aún al pequeño. Su primera intención fué llevarlo al callejón de San Ciprían, donde sabía que los robachicos entregaban a los niños robados recibiendo a cambio una buena suma de dinero, pero el niño despertó, en su media lengua dijo que tenía hambre. De inmediato le compró un cuartito de leche y un pan dulce, dándoselos a comer, mientras el pequeño apuraba su alimento, lo observó:

-¡Está rechulo el escuintle!. Mejor me lo quedo y me acompaña en mi soledad.

Siguió caminando por el barrio tomando rumbo a su casa, un jacal de cartón y láminas viejas, oxidadas, en una ciudad perdida localizada entre el canal del desagüe y la penitenciaría, (el Palacio negro de Lecumberri) junto a la colonia Juan Polainas. A medio camino se encontró a su vecina y colega de trabajo, conocida por el mote de “La Rusa”, -le decían así porque su hablar era muy rápido y entrecortado, no se le entendía nada, ¡Hablaba en ruso!-. Le mostró al niño que nuevamente dormía, en su seno, cubierto por sólo un sucio rebozo.

Se regresaron a la pulquería, entrando al departamento de mujeres, -el “Ladies bar” de las humildes parroquianas adictas al neutle-, a festejar el hallazgo del niño.

-¡Ora si mana!,,-habló la Rusa-, me vas a dejar ayudarte a cuidarlo, lo mantenemos entre las dos y ambas seremos: ¡sus mamases...!, exclamando llena de júbilo.

No pudo contestarle Juana, el encargado de la pulquería, luego de escuchar el pedido de las mujeres -dos tornillos de pulque blanco-, al ver el bulto que cargaba una de las pepenadoras, exigente le dijo:

-¡Hey! ¡Hey!. No se permite entrar con niños aquí...

-¡Está dormido m’ijo!. No seas malo Severiano, déjame tenerlo.

-¡O lo dejas afuera, o no hay pulque! -Toda una vida, diariamente, bebian pulque. No podían dejar de empinar el codo.

Desembarazó al pequeño del rebozo y casi dormido lo sentó en el umbral de la puerta de acceso. Continuaron bebiendo acostumbradas a tomar sin nadie a quien cuidar, olvidándose del niño. Éste, en una cabeceada, cayó a gatas, se levantó y tentaleando la pared dio vuelta a la esquina. Junto a la puerta principal de la pulcata, estaba un carro de madera, se detuvo ante él, aterido, vió un hueco cálido, se metió y se quedó dormido.

Colocando las manos abiertas sobre el pecho con las palmas hacia adentro, luego retirándolas 15 centimetros y engarruñando los dedos, es la manera de representar que una mujer está chichona. Pero también indicaría que la mujer sufre de artritis y por tanto, está tullida. Este fué el apodo conque a Jovita la conocieron sus compañeras: “La Tullida”.

Jovita no era fea, pero en su cuerpo de tentación destacaban unos enormes senos, descomunales, que ocultaba usando siempre blusas holgadas o vestidos de talla más grande que la necesaria, pero cuando trabajaba usaba enormes escotes que le permitían lucir sus grandes atributos.

Trabajaba de martes a sábado y solo recibía un cliente por día. Cobraba el doble o triple que sus compañeras, ganando lo suficiente para sus necesidades. Salía por la tarde del sábado en cuanto cumplía su trabajo rumbo a su lejano pueblo del Valle del Mezquital, pasaba el domingo con sus hijos regresando el lunes a preparar su ropa, y el martes a darle al talón.

Ese sábado era su último día. Recibiría a su cliente, saldría por sus hijos ya que el lunes a primera hora debería esrar en la Penitenciaría. Su marido fue sentenciado a dos años de prisión por homicidio involuntario. Se cumplía la condena y salía libre.

Ya entrada la tarde le llegó el cliente. Un hombre viejo acompañado de un niño. Pasó junto a ella, sus ojos sólo se centraron en su desmesurado pecho. Jovita no perdió tiempo y le llamó:

-¿Vamos moreno?. Ven, pasa ...- le dijo insinuándose, y lo detuvo.

-No puedo, vengo con mi hijo. -Le respondió, sin dejar de ver sus senos.

-Si quieres, vamos al hotel ... allá tengo quien lo cuide mientras nos agasajamos.- Conciente que la recamarera le cuidaría al niño como otras veces lo había hecho, insistió:

-¡Andale anímate!... Te trato muy bien... -él aceptó sin dudar más y sin preguntar el costo, le dijo:

-Muy bien, pero adelántese, le sigo. - Hablándole de usted, esperó que caminara unos diez metros y fué tras ella, admirando el trasero que con voluptuosos movimientos incitara el deseo de estar con ella. La Tullida llegó al hotel, le avisó a la recamarera, pidió el cuarto al gachupín encargado, éste entregándole la llave, la chuleó a la manera española:

-¡Hala mujer!, después de tí, ninguna alcanzó pechos, tú los recibisteis todos. ¡Benditos los hijos que habéis amamantado!

El viejo no llegó. Furiosa regresó y lo encontró a un costado de la iglesia. Le exigió su paga. El viejo apesadumbrado le contó que su hijo se había extraviado y andaba buscándolo. Sacó su cartera y sin chistear, pagó lo que la mujer le requirió.

Jovita recibió el dinero, se cambió de ropa en la accesoría donde concertaba sus citas, se despidió y nunca la volvieron a ver.

Juana y la Rusa siguieron bebiendo, siendo la hora de cerrar Severiano las corrió, no se querían salir. Tuvo que darles un garrafón de vidrio lleno de pulque para que se salieran. Abrazadas, ebrias, tomaron camino rumbo a su casa. De pronto, tres calles más adelante Juana gritó:

-¡Mi hijo, dónde se quedó mi hijo!, -casi aullando-.

-¿Cuál hijo Juana, si tu no tienes ninguno?, -le contestó la Rusa-.

Trastabillando y tropezándose queriendo correr pero por su estado no se lo permitía, llegaron a las afueras de la pulcata. ¡Nada! no había nada de niño.

-¡Ya me lo robaron, ya me lo robaron!

-¡Ya nos lo robaron.- Corrigiendo los gritos de Juana, la Rusa exclamaba también. Juana dentro de su borrachera, pensó:

-Vamos hasta el depósito de basura, voy a recorrer el camino donde lo encontré-. Sin dejar de beber del garrafón, emprendieron la marcha-.

En la esquina de Pradera encontraron un grupo de compañeros suyos. Todos teporochos. Juana les preguntó si no habían visto a su hijo. Se rieron, sabían que no tenía hijos, que vivía sola. Uno de ellos le dijo:

-Ahora si tomaste pulque del patrón, del bueno, del muchachero, que rápido te hizo un hijo Juana, ¡estás bien borracha ...!

-¡No!. ¡Yo tenía a mi hijo, lo traía en brazos, lo perdí...!. - Llorando, le contestó.

-Mejor para olvidar pégale un trago a mi teporocha te servirá de desempance-. Extendiendo el brazo con la bebida en la mano, le ofreció, Juana lo tomó. La Rusa siguió su ejemplo. Con la mezcla de teporocha y pulque, se cruzaron, perdiendo todo control, no les sirvió de desempance.

Una hora más tarde, se despidieron, regresando por el camino recorrido. Bien ebrias comenzaron a discutir por amores. La Rusa le reclamó a Juana que le había quitado a su viejo y ésta que aquella se metió con el suyo. Se pelearon. Juana le dio un empellón y la Rusa cayó golpeándose en la cabeza contra el suelo. No se levantó. Sin darse cuenta la pepenadora siguió su camino. Cruzando las vías del tren empezó a llover, llegó al borde del canal, cerca de su casa. El terreno arcilloso mojado, le hizo resbalar. Rodó, cayendo al canal. Tres días después y a dos kilómetros del lugar, el cuerpo flotó. Juana perdió la vida no ahogada de borracha, sino ahogada en las miasmas del canal del desagüe.

Por la mañana encontraron a la Rusa muerta, semidevorada por las enormes y hambrientas ratas que pululan en el barrio. Las autoridades determinaron que la caída que causó la muerte, fué por la borrachera.

Ambos cuerpos se reunieron en la morgue, juntas, unidas en la muerte como siempre estuvieron unidas en la vida. Sus cuerpos en macabro abrazo terminaron en la fosa común.

Honda preocupación reflejaba el rostro de la abuela. Desde medio día habían salido a misa y no regresaban. Lo mas tarde que acostumbraba llegar era a la seis de la tarde, cuando salían a caminar. Eran las diez de la noche. El padre del niño llegó de trabajar. Hecha un mar de lágrimas la abuela lo puso en conocimiento. Rápidamente se comunicó con su hermano, a los diez minutos llegó con su auto. Empezaron a buscarlos, la cruz roja, la cruz verde, las delegaciones. Nada. Fue a buscar a la madre del niño, su ex-esposa pensando que estuvieran allá, solo consiguió alarmarla, no estaba. Cerca de la una de la mañana, tuvieron noticias, pero sólo del viejo.

Un policía llegó a avisarles. Estaba en el puesto de socorro de Balbuena, dentro del parque Venustiano Carranza. El puesto de socorros era eso: sólo socorros. Un practicante y una enfermara de guardia. Lo llevaron todavía vivo, desangrándose. El velador de la tenería informó a una patrulla que estaba mordiendo a una parejita de novios que a la obscuridad del parque, entre los árboles, la aprovechaban para contarse las pestañas. Lo subieron a bordo de la patrulla y lo trasladaron al puesto.

Sin instrumental, sin medicinas, sin material de curación, nada pudieron hacer por él. Un paro cardiaco dio fin a su vida. Revisando su ropa encontraron una credencial de salubridad con nombre y domicilio. No traía nada más. Los policías que lo recogieron informaron que estaba solo. No sabían de niño alguno. Toda la madrugada se pasaron con los trámites legales para poder recibir el cadáver. No lo consiguieron.

A la mañana siguiente continuaron su búsqueda por los alrededores: San Pablo, Santo Tomás, La Palma y concentraron su búsqueda en el barrio de San Nicolás, paupérrimo vecindario de mariguanos, donde vivían muchos cargadores de bultos. El padre y el hermano se turnaban guardias en la calle de acceso al barrio, para ver si había alguna pista.

Una señora les dijo que por el rumbo pasó un grupo de húngaros. Una muchacha joven bailando con una pandereta. Los varones tocando instrumentos musicales y sus mujeres, entre los mirones, adivinando la suerte. Tenían mala fama de robarse a los niños. Cuando llegaban, todas las madres escondían a sus hijos. Quizá ellos se lo llevaron.

Nunca buscaron por la Soledad, ya que no tenían idea que el abuelo encaminara sus pasos por ese barrio. Jamás encontraron al niño y el cadáver lo entregaron, después de la autopsia correspondiente, cuatro días después. La abuela no soportó la pérdida de su nieto, -mas bien su hijo, pues al abandonarlo su madre, ella se hizo cargo de él desde los diez meses de edad-, y la muerte de su compañero de toda la vida incrementaron su dolor. A escasos dos meses, murió de tristeza y vacía de lágrimas. Una verdadera tragedia enlutó a la familia.

Dos años pasaron de aquellos trágicos sucesos. Mientras, el niño era la felicidad de la pareja. Todo se había olvidado. Junto al carro, el niño boleaba zapatos más con deseos de ayudar al padre que con habilidad. Pero había que inscribirlo en el kinder y los requisitos salieron a luz. Necesitaban el acta de nacimiento.

Flavia se movilizó, quería bautizarle por dos motivos: primero por si no estaba bautizado y segundo, con la fé de bautizo -le habían dicho que en algunas escuelas la aceptaban-, inscribirlo. Fue a la iglesia de la Soledad, los curas eran extranjeros, creo italianos -decía Flavia-, le pidieron el acta de nacimiento para celebrar el bautizo. A la Candelaria no acudió a pesar de ser la iglesia mas cercana. Temían que algún feligrés reconociera al niño. Fue entonces a La Palma, el padre José –“Pepe copitas” le decía su grey-, amable, bonachón y consciente de las necesidades del pueblo, la escuchó. Sólo le pidió que trajera una persona que los conociera y atestiguara que era su hijo.

Reyes, por la mañana esperó que saliera Don Justino, en el patio lo abordó. Sabía que trabajaba en el gobierno y lo respetaban por su buen carácter y humanismo. Ayudaba a quien se lo pidiera, pero no se metía con nadie. Su figura imponía respeto y confianza.

Don Justino era alcohólico, llegando de trabajar se encerraba en su vivienda a beberse una botella de tequila. Nadie conocía su vicio. Para verlo sólo al tiempo cuando salía o cuando llegaba de trabajar y éso, sólo en el patio. Antes o después no le abría a nadie, la puerta de su casa. Vivía solo.

Pepe Copitas recibió al grupo por la tarde. Don Justino llegó directo del trabajo al templo. En el bautisterio acomodando a la pareja para empezar la ceremonia, el padre preguntó quién o quiénes eran los padrinos. No lo habían pensado, por tanto, Don Justino fué el testigo necesario y el padrino obligado.

-¿Cómo le vamos a poner, hijos mios?, - preguntó el cura.

Todos se quedaron callados. Reyes abrió la boca rascándose la cabeza y buscando con la mirada a Flavia, contestó:

-Pues quisiera que se llamara como yo, padrecito.., -balbuceó-.

-¿Qué día nació?, - continuó interrogando -.

-Pues el mismo día que yo, padrecito-. Mintiendo, desconocía la fecha.

-¿Y que día naciste tú, hijo?-. Rápidamente Reyes contestó:

-El día 6 de enero, por eso me llamo Reyes, padrecito.

-Bueno, Reyes no es un nombre muy cristiano, pero como el 6 de enero se festeja la Epifanía de Cristo que les parece que se llame:

-¡Epifanio Reyes!.

En el kinder no le aceptaron la fe de bautizo a Flavia.

-Pero compadre Reyes, me hubiera dicho cual era el problema... Conozco y es amigo personal, el juez Cárdenas de la segunda delegación. Tráigase otro testigo para el lunes, pido permiso y nos vemos en el registro civil. -Don Justino el nuevo compadre, le reclamó.

El registro del niño se llevó sin contratiempos, no hubo problema por la extemporaneidad de su presentación. El otro testigo fué Rufino, el jicarero de la pulquería.

-¡Ahora si viejo!-. Abrazando a Reyes, Flavia le susurró al oído:

-¡Es nuestro legítimo hijo!-.

=DOS=

Ingresó al Kinder. Al año siguiente a la primaria “Las Palomas” en las calles de Gral. Anaya, aprendiendo a leer con facilidad, era hábil para la aritmética. Saliendo de la escuela se dirigía al puesto, le ayudaba a su padre. Boleaba los zapatos que se remendaban y con el cajón que su padre le hizo boleaba a los transeúntes, pero siempre pegado al carro. No deambulaba.

Con buen promedio ingresó a la Secundaria # 1, en las calles de Regina. Ahora al salir de clases empezó a trabajar de morrongo en una carnicería. Y luego en una tienda de abarrotes. Su sueldo íntegro se lo entregaba a su madre. Lo buscaban para trabajar porque sabía hacer bien las cuentas. Con estas aptitudes, ya no acompañó a su padre.

Terminó sus estudios secundarios, recibiendo su diploma en una fiesta de fin de cursos. Reyes y Flavia lloraron de gusto cuando Epifanio les entregó su certificado y el diploma obtenido.

Entró a trabajar a una bodega de dulces en las calles de Ampudia, comenzando a ganar mejor sueldo. Y ya no quizó estudiar.

La plazuela de la Soledad de forma rectangular, comprendida entre el callejón de San Simón, el cuadrante de la Soledad, Limón y Santa Escuela, lucía al fondo del lado oriente la fachada austera de la iglesia de la Patrona del barrio: La virgen de la Soledad. Al centro el jardín, con trazos diagonales y ortogonales de sus pasillos, una pequeña fuente que nunca funcionaba y las consabidas bancas de fierro fundido con el escudo del Aguila Nacional en su representación imperialista y el rótulo: República Mexicana, legado del México Porfirista.

Toda la plazuela, todo el día, desde las ocho de la mañana a las nueve y los sábados a las once de la noche, hervía de mujeres de la vida galante. Entre ellas destacaba la que era su lider: La Jarocha, mujer de treinta o treinta y cinco años de formas prominentes, morena, pelo ensortijado, castaño y un diente recubierto con un casquillo de oro. Salía a la defensa de la compañera cuyo padrote le daba senda golpiza, o del caifan que tenía trabajando para é1, a sus mujeres -les decía a cada una su girasol-, cuando alguna de ellas no le entregaba la cuota diaria y la tendía a golpes.

Así mismo las protegía de los abusos del hotelero gachupín, que regenteaba el hotel donde se refugiaban a realizar los actos de amor pagados. Con las madrotas que en sórdidas vecindades adaptaban lúgubres cuartuchos, metiendo tres o cuatro catres, con divisiones de colchas, colgadas de mecates y puertas con sábanas que recogiéndolas hacia arriba se penetraba al cubículo -que con menor aportación lo alquilaban-, y donde se mezclaban todos los olores que jamás se podía imaginar. Con ellas no había problemas, ya que la mayoría habían sido prostitutas, que por la edad, la clientela las desairaba, retirándolas del servicio.

La Jarocha conocía a Epifanio desde jovencito, llegaba a entregar la carne a la taquería ubicada frente a la plaza. Justo la primera semana que cobró su sueldo en la bodega de dulces - dos meses después de su fiesta de fin de cursos de la secundaria-, lo jaló, lo llevó a su cuartucho y le enredó en las redes de su calor. Así Epifanio conoció el amor a sus escasos -no cumplidos, dieciseis años.

No le gustaba su nombre, a las mujeres les pedía que le llamaran “Epi”, en tanto que entre la broza de amigos lo conocían como “Pifas”. Le hubiera gustado llamarse “Carlos Mariano”, tanto, que se lo tatuó en el hombro del brazo izquierdo. Vicios no tenía, no fumaba cigarro ni yerba, ni ninguna droga, situación bastante sui géneris dado el proclive del barrio a consumirlos. Acudía a bailar a los salones populares los miércoles, pero su diversión máxima era acudir a los cabarets a bailar y de vez en cuando, beber un poco acompañado de las suripantas del lugar. Le fascinaba compartir con ellas la noche siendo muy popular en ese medio, el escaso dinero que le quedaba después de darle el gasto a su madre, lo dilapaba en el “Siboney”, cabaret del barrio. Su madre lo regañaba por llegar tarde a casa, su padre no le decía nada, mas nunca lo vieron llegar borracho ni drogado.

El trabajo en la bodega no le gustaba. Quería trabajar en el gobierno como su padrino y ser funcionario público. Aprendió a usar la máquina de escribir al salir de trabajar. Acudía a la casa de “La Mandolina”, mujer cuyo cuerpo hacía honor al remoquete asignado. Ramira, así era su nombre, dejó de trabajar de secretaria en un bufete de abogados. Con su puesto y el escaso salario que percibía sostenía a su familia: madre enferma e hijo sin padre. Para mantener la chamba era asediada sexualmente por todos sus jefes. O cama o despido. Mejor prefirió el despido, o sea escogió la cama, pero con buena paga. Entró a trabajar al Siboney. Antes de ir a raspar suela le enseñaba mecanografía a Epifanio. Éste aprendió rápido y con habilidad, la máquina y algunas nociones de taquigrafía.

Una tarde próximo a cerrar la bodega, llegó una muchacha como cliente, jamás se había fijado en alguien así, ni tenía ojos para las muchachas de su edad. Al verla sintió un dolor en la boca del estómago , la garganta se le secó, el pulso se le alteró y tartamudeando, pregunto:

-¿En que le... le... Pu..., puedo servir?

Ella pidió lo que necesitaba, lo miró a los ojos y bajó la vista.

Torpemente le sirvió. Nunca antes pensó en tener novia, alcanzó a tomarle la mano y antes que la madre se diera cuenta y la llamara para retirarse, le preguntó:

-¿Cómo te llamas?.- le respondió susurrando:

-Berna.

Juncal su cintura, hermosas piernas bien formadas, pecho discreto con pezones apuntando al cielo, cadera resbalada formando un trasero pomposo, abultado . El rostro ni fea mi bonita pero sensual, boca con labios carnosos, nariz respingada, pelo castaño claro por lo que sus familiares y amigas le decían “La Güera”, pero los jóvenes le decían “La Nalga bruta”. Enormes ojos verdes con rizadas pestañas que cuando miraba con sus ojos abiertos, igualaba a un carro circulando en la noche cuando le lanza la luz entera: deslumbraba. No obstante los motes que le colocaban, tenía bonito nombre: Berna. Su nombre de pila era Bernarda, pero el apócope le favorecía.

Su padre muy celoso, la madre posesiva, Berna salía muy poco de su casa y si lo hacía, siempre acompañada. No terminó la secundaria por el asedio de los muchachos, al padre le enfurecía; no obstante, a escondidas se hizo novia de Epifanio.

Sucedió una noche ... dos de febrero, día de la Candelaria. Feria y kermesse en la plaza. Berna y su madre acudieron a misa nocturna que rebosaba de gente. Entre el tumulto se separaron. Epifanio que la seguía la tomó del brazo y salieron de la pequeña iglesia. Se fueron a compartir su amor hasta las arcadas de la antigua estación de San Lazaro. La hizo suya.

Meses después Berna estaba embarazada. A golpes el padre trató de sacarle el nombre del violador. No lo consiguió. De la golpiza abortó. El padre la corrió de la casa. Su honor había sido mancillado.

Era el jefe de archivo de la oficina de Bienes Comunales, su jefe anciano, falleció. Entró como sustituto un hombre duro, recto, exigente, metió al orden a la oficina. Todos le temían, sabían que se llevaba bien con el lider del sindicato y con el director del Departamento.

Don Justino ya no podía salir por la mañana a curarse la cruda a la cantina “El Puerto”, antes al filo de las once, llegaba al bar, botaneaba, tomándose dos tragos y media hora después de su salida, estaba fresco al frente de su archivo. El cambio le favoreció económicamente, ahora se la curaba de buró en su propia oficina.

Ocultaba entre viejos expedientes una botella de medio litro de tequila, un refresco de cola y cuando Pedrito el mensajero le traía el refresco a veces le traía un vaso con hielos. Es decir, tenía su propio “Servi-bar”.

Una mañana enfrascado en la búsqueda de un expediente en el fondo del archivo escuchó que alguien entraba y se metía entre los anaqueles. Salió sigilosamente y vió al jefe que sacando una ánfora de brandy de la bolsa de su saco, bebía ávidamente. Carraspeando se hizo notar y habló:

-¡Qkm! ¡Qkm!, Sr. Godinez, ¿Qué se le ofrece? ¿Porqué no me llamó? ¿En que puede servirle?. -Atragantándose y no sabiendo que contestar, el jefe atropelladamente le dijo:

-¡Perdón, discúlpeme Don Justino! Pensé que no estaba Ud., que el archivo estaba solo. Ud. Sabe... Ayer fuí a una fiestecita del sindicato... Se me pasaron las copas... Estoy algo crudo. Ya no aguantaba y como me podían ver... -Componiendo la figura y el tono de voz, le dijo:

-Yo le suplico que guarde la mayor discreción sobre esta situación, Don Justino-. Sonriendo, dueño de sí, invitándole a pasar al fondo, el jefe del archivo, le dijo:

-No se preocupe Sr. Godinez, a ver, ahorita arreglo esta situación.

Le pidió la ánfora al jefe y sacando un vaso colocándole hielo, sirvió, preguntando:

-¿Con coca o quiere que le encargue un tehuacan?.

-Con coca está bien. -Avidamente lo bebió y saboreándolo, le dijo:

-¡Ay Don Justino!. Salvó una alma del purgatorio. ¡Muchas gracias!.

Ese día el jefe regresó y luego casi todos los días el Sr. Godinez visitaba a Don Justino para pedirle personalmente los expedientes que necesitaba. Meses después, aparte de jefe del archivo lo nombró su secretario particular.

Epifanio Reyes, bien recomendado no tuvo ningún problema para entrar a trabajar al Agrario, sindicalizado y con base.

Después de varios años trabajando en el Agrario, no tenía problemas económicos. Tenía el gusto de jugar a todos los sorteos de la lotería. “El Drome”, un jorobado que vendía billetes en la puerta del Agrario le dio un pequeño premio que lo utilizó para independizarse de sus padres. Rentó y amuebló una vivienda cerca del trabajo, en un edificio ubicado en las calles de Netzahualcoyolt.

Un miércoles llegó de trabajar, rutinariamente se arregló para irse a bailar al salón “Chamberi” por las calles de Lecumberri. Dos orquestas amenizaban la reunión: El Güero Llamas y Tommy Appleton, esta última a su tercer turno, presentó un “show”. Los músicos se colocaban las mamboleras en los brazos para ejecutar un ritmo afrocubano, saliendo un ballet integrado por tres bailarines y una vedette. El atuendo de esta última dejaba al descubierto unas hermosas piernas que meneaba al compás que marcaba su trasero ritmicamente. Epifanio se acercó, la vedette le llamó la atención, la reconoció: ¡Era Berna!.

-Me llevaron inconsciente al hospital, no se cuántos días estuve así. Me había desangrado mucho. Sólo una compañera de escuela me visitó, no sé si te acuerdes de ella: Macrina, la gordita. Mi madre le dijo donde estaba y con ella me mandó un recado: Que mi padre le había prohibido que fuera a verme, que para él y también para ella, había muerto ...

-Cuando me dieron de alta, sin nadie a quien recurrir, vino a mí una ayuda inesperada, la enfermera que estuvo a mi lado, me brindó su apoyo.

Aurelia era una mujer joven, delgada, mas bien flaca que llegó tarde a la repartición de todas las gracias corporales. Sólo tenía algo enorme: su corazón. Se desvivía por atender a los que necesitaban ayuda, era la verdadera representante de su vocación: la enfermería.

Nativa de Huauchinango, llegó a estudiar la carrera a Tulancingo, gracias a su excelencia como estudiante ganó una beca para estudiar en la capital. Consiguió trabajo de inmediato gracias a la recomendación de sus profesores y ya no regresó a su pueblo natal. Vivía sola en una vivienda por la colonia Portales. Después de una semana de arduos trabajos y continuas veladas sustituyendo a compañeras que le pedían cubriera sus turnos, su única fuente de diversión era ir a bailar los sábados al “California Dancing Club”; por fortuna para ella, no faltaba día en que consiguiera galán para tener compañía amorosa. Los domingos los dedicaba completos para arreglar su vestuario y su casa.

Berna se fue a vivir con ella, atendía la casa, lavaba la ropa, preparaba la comida y ahora, Aurelia iba a comer a casa, antes lo hacía en el hospital.

Sentados en una mesa al fondo del salón, Epifanio escuchaba su relato, pero no tenía oídos para ella, sólo ojos, con el vestido de rumbera Berna se veía encantadora... y continuó platicando:

-Me restablecí, me sentía muy triste, no salía a la calle, estaba muy deprimida por la reacción de mis padres. Aurelia me invitó al salón de baile, yo no quería ir pero me dijo:

-Tienes que divertirte , olvidar lo que te sucedió, distraerte y rehacer tu vida. ¡Ándale...! Acompañame.

El cuerpo de Berna había embarnecido, ya no era una muchacha, ahora era una verdadera mujer, muy sensual. Su llegada al “Califa” provocó rebumbio entre galanes y caifanes, que la solicitaban en cada pieza de baile, proponiendole las perlas de la virgen. No aceptaba ninguna compañía. Su hermoso cuerpo que meneaba al compás de los ritmos era motivo de formarle rueda, llamando la atención de un bailarín profesional perteneciente al show. Su nombre era Polo Gutierrez, pero por su tendencia homosexual, le decían solamente: Putierrez. La invitó a formar parte del ballet, ganaría dinero, lo necesitaba y aceptó.

Putierrez le comunicó que tenían que salir de gira a varios Estados de la República. Platicó con su protectora y ella le animó a irse, sólo con la recomendación de que fuera honesta y no se prostituyera.

El bailarín le sugirió que para compartir gastos y ahorro de viáticos, vivieran juntos. Se negó. Putierrez le explicó que era homosexual, no le atraían las mujeres, que la respetaría y los conquistadores al verla con pareja la molestarían menos. A Putierrez también le convenía, sabía que viviendo supuestamente casado le daba cierta respetabilidad y dentro de su falsa situación escondería su desviación sexual al mismo tiempo que le servía de parapeto para practicar su sodomía, con libertad.

-Y así he vivido estos últimos años, llevando una vida limpia, con tantos deseos de ver a mis padres, recibir su perdón, pero no me he atrevido a ir pues sé, porque conozco a mi padre que no me aceptaran por este trabajo, lo consideran inmoral. Y pensando en tí, soñando contigo una noche sí y otra también, haciéndome la idea de nunca volverte a ver.

Se levantaron de la mesa. Berna se dirigió al bailarín, le presentó a Epifanio antes del segundo show. Al término del baile se despidieren, quedaron de verse por la tarde en el domicilio que compartía con el “boy”.

Casi amanecía cuando Berna se durmió. Putierrez le escenificó un drama. Gimoteó, lloró, pataleó, hizo su berrinche, al conocer los deseos de Berna. No la dejaba irse, pero nada consiguió.

Epifanio fué por ella al salir del Agrario y la llevó donde trabajaba Reyes, su padre. Se la presentó, éste ya la conocía, la había visto pasar frente a su carro, también a su madre, era su cliente. Levantaron el puesto y dirigieron sus pasos a la casa. Flavia aún vendía sus tamales y los tres fueren a verla. Con un abrazo la recibió sintiendo buena sensación de su presencia, diciendole a su hijo:

-Ojalá m’ijo, ahora pienses bien y sientas cabeza. Te hace falta casarte, le he pedido tanto a San Judas que consigas una buena mujer para formar un hogar y dejes la vida de libertino que llevas.

Entrando a la casa, Epifanio dejó a Berna con sus padres y salió a la calle, rumbo a la calle de Miguel Negrete. Entró a una vecindad preguntando donde vivía Doña Maco. Siguiendo las indicaciones llegó a una puerta metálica, diferente a las de las otras viviendas, cuyas puertas se caían de viejo, madera apolillada, astilladas, sin pintura alguna.

Tocó la puerta: =¿Quién es?=, -preguntaron en voz baja, una voz que denotaba sumisión.

-Yo señora. Contestó Epifanio-. Se abrió la puerta y bajo el dintel apareció una señora de belleza apagada, unos enormes ojos verdes sin brillo y un gran delantal de mascota muy limpio, al frente ... Fue todo lo que de ella vió. Epifanio, nervioso y sin saber por donde empezar, se presentó. Le explicó entonces de Berna, que quería verlos, que era su novio, que quería casarse con ella, que quería pedirles permiso... Lo interrumpieron, sin dejarle entrar a la vivienda, en la misma puerta le contestó:

-Lo único que sabemos de ella es que anda de perdida, de rumbera. Su padre -que aún no llega de trabajar-, no la perdonará jamás. Yo quisiera verla pero no quiero contrariar a mi esposo. Si piensa bien...cuídela, le mando mi bendición, pero que no venga, para su padre y por tanto para mi... ¡Ha muerto!.

Regresó pensativo, cenaron todos juntos y despidiéndose, salieron para su casa, durante el viaje en un ruletero, la puso al tanto de lo sucedido con su mamá. Llorando se recargó en el hombro de Epifanio.

Esa noche fué su noche de bodas, se juntaron dando rienda suelta a un amor reprimido por parte de ella y de verdadera relación amorosa que nunca había sentido con las mujeres fáciles que compartía, por parte de él.

Aceptó que Berna siguiera en el ballet, mientras conseguían suplente, pero sólo en actuaciones en la ciudad, nada de giras. Le impidió asistir a los ensayos vespertinos. Salía de trabajar, llegaba a comer y ya entrada la noche la acompañaba a donde actuaba. Al principio entraba a ver el show, después la esperaba afuera, no soportaba los gritos obscenos y lujuriosos que a su mujer le dedicaban. Les salió un contrato en Veracruz, durante carnaval. Epifanio pidió adelanto de vacaciones y se fué con ella, fué su viaje de luna de miel. Al regreso ya no permitió que regresara al grupo de ballet.

Pasaron varios años... Epifanio progresaba. Tenía carisma y vocación de trabajo que le valieron ascensos hasta llegar a director de oficina. Su padrino estaba orgulloso de él. Lo apoyaba siempre. Berna le dio dos hijos, varones ambos, que eran su adoración y orgullo de padre. Formaban un matrimonie bien congeniado. Pero empezó a desmembrarse...

Los viernes comenzó con las andadas concurriendo a los cabaretes con sus compañeros de trabajo. El sábado levántandose tarde, desvelado, jalaba con la familia a ver a sus padres. Los dejaba con Flavia y salía a buscar a sus amigos y amigas del barrio. Hasta que cerraban el Siboney llegaba a dormir.

Primero los fines de semana, luego cualquier día era bueno. Justo la noche anterior al día que tenía revisión de contraloría a su oficina, se fué a un cabaret de las calles de Santa María. Lo robaron narcotizándolo. Lo arrojaron a la calle y tambaleándose una patrulla lo trasladó a la sexta delegación. En el servicio médico, un practicante ya que el médico de guardia dormía, le diagnosticó que estaba drogado. Lo encerraron.

El periodista que cubría la nota roja de su periódico, tomó conocimiento del caso y sacó la noticia:

-=Funcionario del Agrario, borracho y drogado cae en la sexta delegación=-.

Fue suficiente. Su falta al trabajo el día de revisión y la campaña de moralización del sector público que organizaron las autoridades federales, lo tomaron como ejemplo: Fue destituído de su cargo.

No contaba ya con la ayuda de su padrino. Don Justino, varios días meses antes, no lo veían entrar y salir de su vivienda, después de tres días un olor putrefacto salía bajo la puerta. La policía abrió la vivienda, lo encontraron muerto. La autopsia dio la causa: Congestión alcohólica. Se le pasó la dosis diaria de tequila a Don Justino.

Tres años sin trabajo. No perdía las esperanzas de volver a trabajar en el gobierno. Ya no en el agrario. El secretario de trabajo del sindicato le daba aire que con los contactos de sus colegas de otros sindicatos, le estaba buscando colocación. Mentía, Epifanio estaba boletinado, suspendido por quince años fuera del sector público. No obstante, el corrupto secretario recibía gratificaciones económicas por el servicio que fingía realizar.

Compraba y vendía, como en los inicios de su juventud. Lo poco que ganaba lo dilapidaba en sus diversiones. A su casa las sobras. Su hogar estaba en la miseria, Berna le pedía permiso para regresar a bailar, todavía lucía su palmito apetecible. Con un poco de ejercicio y el desarrollado con el baile, volvería a tener su hermoso cuerpo de tentación.

No lo permitía, como buen macho no dejaba trabajar a su mujer. Sentía celos de los piropos que recibía y recordaba los gritos eufóricos del público que la veía bailar. Pero existía otro motivo para no dejarla que fuera a buscar a Polo Putierrez. Le era fiel sexualmente a Berna. Por causas que ignoraba y no comprendía no podía hacer el amor con ninguna otra mujer, cuando trataba de hacerlo, sufría de impotencia. Sólo con ella era activo. Temía perderla y la adoraba.

Debía siete meses de renta, el administrador del edificio la amenazaba con correrla, ya bastante le había aguantado su retrazo. Pero lo hacía con otro fin: le gustaba. Al octavo mes al no contar con el pago, le propuso tener relación con ella. Berna se escandalizó cerrandole la puerta en la cara. Recargada sobre la pared resoplaba su enojo. Enojo que fue menguando cuando cerrando los ojos, vio al administrador: joven, quizá de su misma edad, bien vestido, varonil, educado... Sacando con un brusco movimiento de cabeza el pensamiento que le agradaba, continuó con sus quehaceres.

-Epi, mi amor, déjame para la renta, nos van a correr..., pensó decirle la proposición del administrador, pero un velo cruzó por su mente y lo ocultó, excusando su pensamiento infiel, que lo hacía para evitar que Epi tuviera un pleito de consecuencias lamentables.

-Dile que me aguante una semana mas, voy a vender un carro que desvalijaron. Tendré lana para pagarles hasta la risa.- Sin darle la debida importancia, Epifanio le respondió.

-Epi, por favor... -insistió-, =¡Cállate, ya te dije cuándo!=.

La misma propuesta se presentó al cobro del noveno, décimo, undécimo mes. Al año el administrador con un actuario, dos policías y dos cargadores se presentaron para desalojar la vivienda. Berna suplicó que no lo hicieran. No valieron sus súplicas, empezando a sacar los muebles el administrador repitió su propuesta. Berna ya no lo pensó mucho, estaba en riesgo la casa de sus hijos, el marido desobligado y le agradaba su personalidad, por tanto sin dudar... aceptó.

Las visitas del administrador fueron mensuales, después quincenales, finalmente se volvieron amantes.

Una tarde, tiempo después, Epifanio realizó la venta de artículos robados, se había vuelto comprador de chueco, ganando una buena suma de dinero. Compro alimentos, ropita para los niños, un vestido para Berna y dos juguetes de plástico, llegando temprano a su casa. Berna no estaba, había dejado encargados a sus hijos en casa de la vecina, Adela.

-Adelita, buenas ... ¿No sabe donde esta mi esposa?, preguntó alterado-.

-No Don Epifanio, sólo me encargó a sus hijos ... que no tardaba,- llamando por su nombre a los niños salieron y los abrazó su padre.

Cerca de las nueve de la noche, Berna llegó bajando de un auto de alquiler. Epifanio tenía la certeza que se entrevistó con el joto bailarín para regresar a trabajar con él. Entrando a la casa no esperó explicaciones, la recibió a golpes propinándole una buena tunda. La dejó tirada en el piso, no le había obedecido, se merecía les golpes, no le entregaría dinero, era preferible gastárselo en el cabaret que dejárselo, por desobediente. Nunca imaginó que su mujer regresaba después de una cita de amor, con su amante.

Berna no esperó más, por la mañana alistó a los niños, metió su ropa en un morral deportivo, les dio la bendición y en un veliz metió sus propios trapos. Abordó un ruletero y dió el domicilio de sus suegros, llegó con Flavia al puesto y le dijo al chofer que la esperara.

-Buenos días suegra!, - Flavia la vio, se alarmó al verla golpeada y preguntó: -¿Qué te pasó hija?, ¡No me digas que Epifanio te pegó!. -No contestó a sus preguntas. Rápidamente le dijo:

-Epi no llegó a dormir anoche. No pude avisarle, Ud. sabe que estamos en la miseria, me ofrecieren trabajo y necesitamos el dinero. Voy a salir, le encargo a mis hijos, cuídelos mientras regreso ...

No habló más, Flavia tampoco. Acercó a los niños con sus brazos repegándolos a su cuerpo, a su delantal; comprendió lo sucedido y calló.

Berna abordó el mismo auto que la esperaba y se fué. Iba a reunirse con su nuevo marido, el administrador.

La vivienda que ocupó en vida Don Justino, se había rentado tres veces, las mismas tres que se desocupó. Los inquilinos salían despavoridos. Decían que espantaban: Un hombre alto vestido de negro con un vaso en la mano, caminaba por la sala. Afirmaban que era el espíritu de Don Justino. La vivienda por tanto estaba desocupada.

Flavia contrató los servicios de Doña Estéfana la curandera del barrio. La mandó al mercado de hierbas de la Merced a comprar unos ramos de diversas plantas, incienso y mirra, los ramos con una efigie de San Ignacio de Loyola. Estos se tendrían que llevar a la iglesia y rezar un rosario a la memoria de Don Justino, al término, rociarlos con agua bendita. Luego de hecho lo indicado, Doña Estéfana metió un anafre con carbón, lo encendió y colocó el incienso y la mirra, sahumó los ramos y sacudiéndolos recorrió toda la vivienda. Dejó encendida el anafre con los ramos quemándose. Colocó tres manzanas sobre un plato con agua en la puerta de entrada. Cerró todo, puertas y ventanas herméticamente y a los tres días regresó a abrir.

Penetró con un cirio prendido y llevando a San Ignacio en la otra mano. Revisó las manzanas, éstas totalmente negras ordenándo se quemaran; lo negro explicó era porque absorbieron las malas vibras del lugar. Recorrió toda la vivienda y el cirio no se apagó, la limpia surtió efecto, no había mas espíritus ni espantos. Don Justino ya descansaba en paz.

Epifanio ocupó la vivienda en compañía de sus hijos, contaba con la ayuda de sus padres los cuales se responsabilizaron del cuidado de los niños y de la renta mensual. El continuó con su vida licenciosa, de vez en cuando visitaba el edificio donde había vivido para saber si Berna visitaba a Adela y le daba razón de ella. Recorría salones de baile, teatro de revista y espectáculos, por si localizaba al grupo de ballet. Pensaba todavía que Berna trabajaba con Putierrez como se lo contó su madre.

=TRES=

Cumplía un año de que su mujer lo abandonó. Festejaba para sus adentros, la tristeza; para sus afueras, la alegría. Les decía a sus amigos por la soltería que disfrutaba. Estaba en una cantina de la colonia Obrera y llevaba tomadas cinco cubas, cuando uno de sus amigos le dirigió la palabra:

-Hoy es jueves mi buen Pifas, se pone bueno “El Carrusel” vámonos de reventón por la noche. ¿Qué dices, continuamos el festejo?

-Claro mi buen “Camay”, -le decían así al amigo por su marcada fealdad, tenía la belleza escondida-. ¡Hoy nos toca reventón ...! No continuó, se acercó a la mesa el Drome y dándole golpecitos en la espalda y sonriendo le gritó:

-¡Mis albricias Don Pifas, mis albricias!,- le he buscado todo el día, los cuates me dijeron que andaba por El Barbas, ¡Al fín le encontré!.

-¿De qué se trata, Drome?

-¿Cómo que de qué Don Pifas?, ¡le pegamos a la grande, al gordo de ayer!.

Epifanio busco entre su ropa, de la bolsa de la camisa sacó una tira de billetes de lotería y preguntó:

-¿Es éste Drome?. -=¡Sí=, -respondió el billetero-.

Brincó de gusto. Su primera intención fué levantarse e ir a ver a su vecina, Adelita, decirle que si veía a Berna le comunicara que estaba bien económicamente, que regresara con él y sus hijos, que cambiaría, que no había bronca por su abandono, que la perdonaba, y que esperaba que también ella lo perdonara por los golpes que le dió.

La algarabía de los amigos lo despertó de su ensimismamiento.

-¡Bravo mi buen Pifas!, ¡Ya la hiciste!, ¡A disparar se ha dicho!-.

-No hay feria aún mis ñeros hay que esperar a que cobre...!

Se acercó el patrón de la cantina, a la mesa que rebosaba alegría:

-¡Felizidades Don Pifas!, -lo felizito... pero ¡Hoztia!, ¡la casa pone una tanda para zelebrarlo!-. Hablando con el zeceo de costumbre de los españoles.

-Muchas gracias Don Zenobio-, agradeció y el español continuó:

-No os preocupeis si no teneis parné para invitar a tus amigos, la casa te presta y mañana o cuando ze te dé la gana, veníz a pagarme-.

-De nuevo, gracias Don Zenobio.- Y sus amigos estallaron en una porra dedicada al patrón de la cantina.

Al levantarse para ir al mingitorio, el gachupín llamó a Epifanio:

-Mire Don Pifas, es peligrozo que traiga Ud ese billete, lo puede perder o ze lo pueden robar. Si confía en mí, ze lo guardo y mañana con tranquilidad puede pasar por él e ir a cobrarlo.-

-No Don Zenobio, nada mas me tomo la del estribo y me retiro a casa. No sigo la parranda, áhi le paro, présteme la llave del baño.

Entró al baño, corrió el pestillo y se encerró. Se quitó un zapato y recorrió el tacón. Reyes su padre, le acondicionaba los zapatos con esa combinación, le servía para guardar lo que de valor traía y evitar que se lo robaran. Dobló muy bien el billete, lo escondió, colocó el tacón en su lugar, se puso el zapato, orinó en la taza y salió.

-Bueno mis ñeros, me tomo la penúltima y después nos vicenteamos-. Poniéndose de pie y tomando el resto de la cuba que le pertenecía.

-¿Qué no vamos a ir al Carrusel?, -le preguntó el Camay-.

-Ya te dije que sí, voy arreglar un bisnes, si me tardo nos vemos afuera del Barba Azul antes de la hora del reventón-. Contestó y salió de la cantina.

Se bajó del auto de alquiler en la esquina donde vivió con la única mujer que amaba. Iría a platicar con su vecina y decirle lo que pensaba. No se dió cuenta que lo habían seguido... de las sombras surgió una macana y le golpeó el cráneo. Perdió el conocimiento. Lo arrastraron al callejón, lugar sórdido y obscuro. Muchos años atrás estuvo en este lugar un antro muy famoso: “Las Veladoras”. Lo siguieron golpeando, lo desvistieron, hurgaron toda su ropa, lo descalzaron revisando los calcetines. No encontraren el billete.

-No trái nada pareja, ¿qué hacemos?-. Preguntó uno de los asaltantes.

-¡Vístelo!, no podemos dejarle aquí, súbanlo al carro-, le obedecieron los dos segundos al primero que fungía como jefe.

Tomó rumbo a la carretera a Puebla, pasando el Peñón viejo, disminuyeron la marcha y lo tiraron. Epifanio parecía muerto. El jefe les dijo:

-Se oyó que venía al Carrusel, como está por esta zona le echaran la culpa a sus amigos, por áhi irá la investigación, hay muchos testigos que escucharon la cita, y hay motivos: el billete.

Arrancaron el auto y regresaron a la ciudad.

De madrugada dos chamacos que iban a trabajar a los basureros de Santa Martha, lo descubrieron. Lo revisaron, su ropa estaba hecho girones y sin zapatos -por la caída al aventarlo del coche-, se le salieron.

Corrieron al hospital de retrasados mentales que esta a doscientos metros del lugar. Salieron dos camilleros y lo levantaron, aún estaba con vida. Por los golpes lo registraron como atropellado, lo atendieron, tenía conmoción cerebral, no podían moverlo ni trasladarlo, le curaron las heridas superficiales y lo dejaron en observación. Ningún otro tratamiento.

Al tercer día sin recobrar el conocimiento, murió ... Al interrogarlo por la policía, el afanador que lo atendía en el momento de su muerte expresó que antes de morir murmuró, quedamente, casi inaudible:

-Berna... zapato... billtete...

No tenía ninguna documentación, le registrarían como desconocido, cuando notaron una seña particular, el tatuaje: “Carlos Mariano”.Con ese nombre al día siguiente lo trasladaron a la delegación policíaca.

Epifanio acostumbraba faltar varios días a casa, así su ausencia no les había causado preocupación. Reyes comenzó a buscarlo entre sus amigos, nadie le dió razón de él. Buscó en las cruces, los hospitales, las cárceles preventivas, las delegaciones...¡nada! ... no había nadie registrado con ese nombre.

Fue al quinto día, al regresar a buscarlo en la segunda delegación, donde años atrás lo registraron para su acta de nacimiento, el policía de guardia en las rejas, les preguntó si habían revisado la lista que aparecía en los tableros, donde registraban a los desconocidos. Vió su foto, allí estaba registrado como Carlos Mariano. Reyes y Rufino que lo acompañaba, pasaron a la morgue, lo reconocieron: desnudo... muerto, listo para su traslado al forense para practicarle la autopsia.

Regresaron del panteón de Iztacalco, donde lo sepultaron. Flavia, llorosa, resignada, muy cansada. Se pasó toda la noche velándolo y preparando café y sirviéndole a los asistentes. Algo, mas bien mucho, la reconfortaba: tenía a sus dos nietos, se esmeraría para cuidarles y no dejarlos con tanta libertad como a su hijo. No tendrían problemas económicos, Don Justino les heredó sus ahorros y las prestaciones que por su muerte el gobierno otorgaba. Fincó un fideicomiso que administraría la educación de los niños. Y Reyes no hablaba, repasaba mentalmente las vicisitudes de la vida de su hijo, tanta alegría le dió cuando llegó, como ahora tanta tristeza por su partida.

Las mujeres empezaron los rezos, un rosario seguía a otro. Las rezanderas se esforzaban en orarle superando en actuación a la anterior.

A una seña hecha con la mirada, Reyes hizo salir a los hombres, se dirigieron a la pulquería. Severiano y Rufino nuevamente le dieron el pésame. Se sentaron y sin pedir les sirvieron sus pulques, el zapatero, el buen Virón como lo conocían, bajo la cabeza brotándole unas lágrimas que recorrieron su cara y cayeron sobre su vaso, una catrina, mezclándose con el pulque servido. Levantó la vista fijándola sobre la pared, en una pintura mural cuyo fondo era un paisaje de los llanos de Apan mostrando los sembradíos de maguey y con letras muy garigoleadas leyó la oración dedicada al blanco néctar que paladeaban:

“Pulque nuestro

que estás en los cueros

que tumbas lo mismo

a prietos que a güeros...”

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