Se contoneaba con donaire y cuando la melodía le obligaba a realizar un salto, la amplitud de la falda parecía que la elevaba, como si en realidad flotara en el aire. No la olvidaré nunca. Cierro mis ojos y recuerdo con que alegría y salero danzaba las rutinas españolas y los estruendosos aplausos que recibía cuando terminaba.
Me extasiaba cuando la veía bailar. Admiraba su cuerpo hermoso, grácil, con una cintura pequeña, flexible, que marcaba en forma prominente sus caderas y abultado, el trasero. Sus piernas tan bien formadas que a todos nos causaba deleite voltear a verlas, al pasar caminando con gracia, con pasos cadenciosos, meneando su cuerpo de armoniosas formas.
Éramos alumnos de Secundaria, ella un grado superior al que yo cursaba y dos años mayor de edad que la mía; pero muchos años de diferencia a su favor, en astucia y experiencia sobre la vida, que nosotros todos adolescentes, todavía no salíamos del cascarón.
Sus compañeras la envidiaban por su belleza, y en secreto, a sus espaldas, le endilgaron un mote que le molestaba: “La Coyota”, por su habilidad para atraer, conservar y alejar a sus pretendientes; pero todos los muchachos le llamabamos: “La Torera”.
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En las ceremonias escolares conmemorando las fiestas patrias, o en días especiales, nunca faltaba el bailable español donde ella figuraba de manera principal. Nos sentábamos en el suelo, alrededor del cuadro que limitaba el área de festejos, esperando con ansia y morboso placer, verla bailar. Con generosidad en las vueltas de su baile y por el vuelo de su falda, nos mostraba sus muslos blancos, por un calzoncito siempre de color rojo, arrancando gritos -y suspiros míos-, de la mayoría de los muchachos.
Fue la reina de la primavera de la escuela. Al ceñirse la corona en las sienes sobre su pelo castaño claro, largo y ondulado, enmarcaba su rostro de rasgos finos, ojos zarcos, nariz respingada y labios carnosos en una pequeña y muy sensual, boca. No sólo fue Reina de la Secundaria; sino la Reina mía, el personaje onírico de mis primeros escarseos amorosos.
Pasó a la Preparatoria, por tanto dejé de verla un año completo. Al período escolar siguiente, sólo por aspirar el aire y el aroma que emanaba cuando pasaba a mi lado, me inscribí en la misma escuela. Nunca se fijó en mí, creo le parecía insignificante; o quizá, pensaba para erradicar esta idea, que yo era muy chico para ella.
En los pasillos al tenerla frente a mí, me quedaba mudo. No podía articular palabra alguna, le temía, aunque en silencio la amaba, me daba miedo la forma extrovertida de su carácter y del trato con que nos dominaba, desde alumnos, docentes, oficinistas y hasta el director, cuando nos pedía le satisficiéramos lo que deseaba.
Al pasar al segundo año, fue electa Reina de la Preparatoria y madrina del equipo de fútbol y yo, el más devoto de sus vasallos.
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Trabé amistad con Pepe, un condiscípulo que se acercó a mí, para ser su único amigo. De personalidad tímida, apocado, retraído; me pidió le ayudara en sus estudios reuniéndose ya fuera en la biblioteca o en su casa, para juntos estudiar y le enseñara las asignaturas que le causaban problemas su aprendizaje.
Después de varias reuniones en la biblioteca, me invitó a su casa. Vivía con sus abuelos maternos. Sus padres, siendo muy niño, murieron en un accidente aéreo. En una accesoria de la propia casa, el abuelo atendía una tlapalería de su propiedad y con el producto de las ventas mantenía el hogar y a él, sus estudios, No tenían problemas económicos, con comodidad y hasta con ciertos lujos llevaban sus vidas; sus gastos eran mínimos y a Pepe le daban todo para sus necesidades escolares; pero él se ganaba su sustento. Al salir de la escuela, llegando a casa, se colocaba al frente del negocio. Lo atendía y administraba, sustituyendo al abuelo. Al cerrar, se dedicaba a preparar sus clases y sus tareas que de vez en cuando, entre semana y siempre los sábados, acudía para cumplirle la promesa de ayudarle en sus estudios.
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Hija única de un matrimonio separado -su madre huyó con otro hombre y no volvió a verla-, vivía con su padre y una madrastra que le importaba poco su vida. No la cuidaban, sólo le exigían que llegara temprano a casa, se portara seria y se vistiera con sobriedad. Desconocían su proceder en la escuela y el libertinaje de que hacía gala. Para cambiar su vestimenta, en la mochila guardaba las faldas cortas o de baile, las cuales llegando al “depa” o baño de mujeres, de inmediato se enfundaba para lucir el despampanante par de piernas que todos admirábamos.
Aurora -tal era el nombre de la Torera”, conducía su vida de liviandad en las clases, rodeada y asediada por los muchachos y por la envidia de sus compañeras. Un condiscípulo que desde niño trabajó en el medio artístico como cómico, la invitó a formar parte del elenco de extras en un programa de televisión. Para ella, fue la puerta de acceso a otro mundo; al mundo que siempre quiso pertenecer y consideraba suyo.
Para asistir a la producción de los programas a los cuales era citada para trabajar como bailarina, le causaba problemas para llegar temprano a casa. Le habló a su padre sobre sus inquietudes de ser artista y le permitiera trabajar en la televisión:
-Papá, quiero pedirte permiso para llegar tarde a casa, me citan para actuar en algunos programas...
-¡Nó hija! No hay permiso, primero están tus estudios.
-Compréndeme papá, quiero seguir la carrera artística, no voy a descuidar el estudio. Necesito el certificado de Prepa para ingresar a la Academia y estos primeros programas me sirven de práctica y experiencia...
-¡Ésa es mi condición! Tu certificado del bachillerato y después puedes trabajar en lo que quieras y llegar hasta las diez de la noche; no más tarde. -Y el diálogo se terminó. Aurora, callada se retiró a su recámara y entre las almohadas, estalló en lágrimas.
Sin hacerle caso a las recomendaciones del padre, La Torera continuó asistiendo a los programas que se realizaban por las mañanas, faltando a las clases. Al final de año reprobó varias materias. No teniendo la preparación para presentar exámenes extraordinarios, al año siguiente se inscribió sólo para cursar las materias que debía. Para mí, la máxima alegría. La alcancé en el grado superior. Fue mi compañera de grupo y de banca; la veía todos los días y al saludarla por las mañanas aspiraba su fragancia.
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A dos meses de iniciadas las clases, Pepe y yo estábamos en la biblioteca. La ví que entró y recorrer con la vista a todos los que estudiábamos; fijó su mirada en mi y directo, muy segura, dirigió sus pasos hacia nuestra mesa. Portaba una blusa escotada que dejaba ver el nacimiento de sus pechos. Bajó más el cuello de la blusa, rebasando la curva tersa de sus hombros, a medio brazo; quedando en línea recta sobre sus senos. Al tiempo que me saludaba se inclinó acercando su cara junto a la mía, y me dijo:
-¡Hola Garza! Te ando buscando... -En esa posición, inclinada, no usando sostén, me mostró toda la magnificiencia de su busto. Me quedé de una sola pieza ¡No le escuché nada!
-¡Mira, no seas malito! Tu eres muy bueno para dibujar... ¡Ándale! dibújame las láminas de Física ¿Sí? ¡Ayúdame por favor! -Yo, no le oía, continuaba sordo. Recibí por instinto un block de dibujo; pero solo veía impresas en mi retina las copas y el círculo rosa nacarado de los pezones, del busto mas maravilloso que jamás había visto y menos tan cerca... Volteó hacia Pepe y le habló:
-¿Y tu quién eres? No te ubico, es más, no te conozco... Eres guapo tienes lo tuyo, ojos verdes... -impresionándome, venciendo su timidez, desapareciendo su poco carácter, fuera totalmente de su forma de ser, Pepe se levantó interrumpiéndole, y la saludó con una sonrisa:
-José, pero llámame Pepe, Pepe Castillón a tu mandato y tu fiel servidor, -alargando su mano y preténdiendo darle un beso en la mejilla, que con un ligero y gracioso movimiento lo rechazó; le contestó:
-¿Mi fiel servidor? Algún día te tomo la palabra y ojalá no te arrepientas... - Se dirigió nuevamente hacia mí y con la mirada de sus ojos zarcos- a los cuales no se les podía negar nada-, suplicante y a la vez ordenándomelo, me agradeció:
-Gracias Garza, el próximo lunes hay que entregar, por favor... ¡No me falles! -Me mantuve callado, sin moverme de la silla. Al despedirse, se volvio a inclinar y dióme otra probada ocular de su turgente busto. Colocó el cuello en su lugar, dio la vuelta y se retiró.
La ví irse con su candencioso caminar, recibiendo una sinfonía de chiflidos de admiración de todos los que la llenaban el salón de estudios.provocando la ira de Chuchito el bibliotecario, al que de cariño le decíamos Franky por su enorme parecido con el monstruo Frankestein. En cuanto salió, me sacaron de la ensoñación en que me encontraba enfrascado, las palabras de Pepe:
-Sabes qué, Garza; hace pocos días la soñé y yo le tengo mucha fe a los sueños, se me han cumplido siempre ¿Y qué crees?... ¡Va a ser mi esposa!
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Llegó el tiempo de los exámenes semestrales y al salir de clase de matemáticas, La Torera se acercó a mi:
-Oye manito, ando muy falla en la materia, no quiero reprobar, dáme unas clases, prepárame... -Repegándose a mi cuerpo, en un medio abrazo, acercando su boca al pedírmelo, casi dándome un beso. Fijó sus azules ojos en los míos y volvió a suplicarme:
-Si nó paso, mi padre me mata y tu vas a ser el causante de mi muerte si no me enseñas...
-Mira mi Torerita, yo soy muy exigente, si vas a estudiar, sí. Si sólo piensas en ir a chacotear, ni lo sueñes. Todas las tardes voy a casa de Pepe a enseñarle; reúnete con nosotros y te preparo no sólo en matemáticas, también en las demás materias que llevas, ¿Qué dices?
-Lo que tu digas Garza, por aprobar matemáticas voy hasta el infierno. -Y yo por sentirla a mi lado, iría hasta el fin del mundo...
Mi amigo, cuando La Torera llegaba a su casa, antes y después de la clase, se transformaba. Le presentó a sus abuelos, le mostró la casa, el establecimiento, sus pertenencias. Se mostraba muy amable, era otro su carácter ante ella; para mí un verdadero desconocido.
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Poco antes de terminar el año lectivo, el abuelo murió de un paro cardiaco. Pepe abandonó la escuela. Se plantó al frente del negocio y de la casa. No quiso dejar sola a la abuela en su aflicción, le acompañaría para mitigar el dolor que a ambos, los embargaba.
A mi sugerencia y aceptación para que terminara la Prepa, le notificó a los maestros el motivo de su inasistencia a clases y pedir permiso para presentarse unicamente a los exámenes ordinarios. Yo me comprometí como siempre, a darle las clases necesarias para que estuviera al corriente de los conocimientos que nos impartían.
Fue obvio, que gracias a los buenos resultados obtenidos del semestre, La Torera nos acompañaba a estudiar, no todos los días, debido a que continuaba asistiendo a los estudios de televisión.
Una tarde, antes de empezar mi lección, estando solos en la pieza que utilizábamos como salón de clases, aún no cerraba Pepe el negocio, La Torera, triste, preocupada, pidió mi atención... Sin imaginarme lo que escucharía, a cada frase que me decía, divagaban en mi mente los sentimientos que me inspiraba su presencia:
-Garza, yo te estimo mucho... -Y yo la adoraba.
-Te estoy muy agradecida por tu ayuda... -Y yo por sentirla a mi lado, estaba satisfecho.
-Te tengo mucha confianza y no se que hacer... ¡Aconséjame! -Se quedó callada; entonces me alarmó, metió la cabeza entre sus brazos con la barbilla en el pecho y jalando aire me espetó:
-¡Estoy embarazada!... Llevo tres meses, no lo sabía hasta hoy al medio día, el doctor que consulté me lo comunicó. Si lo sabe mi padre voy a tener muchas broncas...
Mi razón se nubló, la ilusión se desvanecía ante mi, sentí correr las lágrimas por mi interior y haciendo un esfuerzo para que no brotaran, le contesté:
-¡Cásate con el responsable!
-¡No puede, el muy desgraciado es casado! -Pepe entró y escuchó las últimas palabras y me oyó decirle, con mi voz que se entrecortaba en la garganta por el sentimiento de rabia que contenía:
-Mira Torera, faltan tres semanas para los exámenes finales. Deja de ir a la televisión. Ve a clases y con mi ayuda aprobarás el curso. Con la constancia de estudios tu padre te dará su aveniencia para que trabajes, oculta lo más que puedas el embarazo, busca donde vivir y con el pretexto de alguna salida a locación, te sales de casa. Próximo al parto, avísale a tu padre y afronta todo el problema.
Ella inclinada, pensativa, calló y empezó a sollozar. El silencio que se hizo al respetar las lágrimas de La Torera, lo rompió Pepe al hablarle de la siguiente manera:
-Y si tienes dificultades fuertes y dudas sobre lo que te aconseja Garza que debas hacer, no te preocupes, si tu padre te corre de la casa: Yo le doy mi nombre a tu hijo, aquí puedes vivir, gano lo suficiente para darte lo que necesites... ¡Cásate conmigo!
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Rentó un local en una próspera zona comercial y la tlapalería se transformó en una gran ferretería. Progresó económicamente; pero sentimentalmente las cosas no funcionaban. Después de nacer el bebé, la madre lo atendió el primer mes, luego no le importó; le negó la alimentación materna. Se cuidó, hizo ejercicios y a escasos dos meses de su parto, su cuerpo no estaba igual al que lucía de soltera: ¡Estaba mejor! Con los rellenos perfectos que el embarnecimiento por la maternidad había adquirido. Ahora que Pepe tenía el negocio fuera de casa, sin permiso, no pasaba de medio día cuando bien arreglada, dejaba a su hijo al cuidado de la abuela y salía a continuar con sus relaciones artísticas. No podía mantenerse en la inactividad, que el matrimonio le imponía.
Muy a pesar se descuidó, volvio a embarazarse un año después. Por este motivo su carácter cambió. Odiaba estar en ese estado, la recluía de su vida, de su ambiente de luces y diversión. Y más le molestaba no saber si el responsable de la paternidad era su esposo, o alguien a quien se le entregó en las francachelas a las que solía acudir para conseguir por ese medio, los contratos para actuar.
Casi al quinto mes de su estado, le informó a su esposo. Pepe le recriminó su forma de vivir y le impidió salir de casa. Quería que su hijo, ahora sí el suyo, no tuviera complicaciones por un posible aborto provocado por la vida disipada de la madre.
La Torera se sentía prisionera y a Pepe le hizo la vida de cuadritos. Sólo esperaba que llegara de trabajar para mostrarle su malestar. Que la abuela no servía para nada; que no preparaba a tiempo los alimentos del niño; que él no la sacaba a pasear o a cenar; y más y más. No obstante, no le reprochaba nada, le aguantaba todo con tal de no disgustarla y le negara tener relación conyugal. No era capaz de contrariarla, Pepe la amaba.
Nació el segundo bebé y la madre lo rechazó de inmediato. Todos los cuidados se los dejo a la abuela. Con la prohibición de salir, única imposición del esposo, comenzó a organizar fiestecitas en la casa invitando a sus amigos del ambiente artístico. Encerraba a la abuela y a los niños en una recámara y le daba vuelo a la hilacha con sus pachangas, las cuales muy a pesar, terminaba antes de que llegara su esposo.
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Pasó mucho tiempo sin que nos viéramos, hasta una noche que llegó a visitarme. Nuestra amistad no se terminó con la boda. Nunca le tuve celos por haberse casado con la mujer que fue mi amor secreto. La pasión que sentí por La Torera terminó justo al tiempo de escuchar la confesión de su estado. Si bien sabía que nunca iba a ser para mi, aún siendo alegre, alocada; yo la sentía limpia y pura y me había equivocado. Comprendí que su comportamiento cuando se comprometió con mi amigo, no era honesto, que nunca cambiaría su manera de ser. Muy sutilmente para evitar un enojo que llegara a separar nuestra fraternidad, le comenté que no le convenía casarse. Pero el soñó que sería su esposa y eso sería: su esposa.
Al entrar en la casa nos saludamos con la misma familiaridad que teníamos cuando fuímos condiscípulos:
-¡Hola Garza! ¿Cómo estás?
-Bien mi cuate, y a ti ¿Cómo te va? ¿Qué tal tu vida de casado? Porque según se, los negocios van muy bien. -No me contestó, meneó la cabeza en sentido negativo y volvió a decirme:
-Te vengo a visitar por dos motivos: Primero quiero que seas testigo del registro de mi hijo y luego seas su padrino. El viernes próximo serán los dos actos... -Le interrumpí:
-¡Oye! sólo que sea por la tarde, ya sabes que voy a la facultad por las mañanas y no me gusta faltar.
-El registro será a las dos de la tarde, salimos a comer y luego a la iglesia, el bautizo está fijado a las seis.
-¿Y quién va a ser la madrina?
-Una amiga de mi mujer, dizque artista de la televisión.
-Aceptado, y ¿cuál es el segundo motivo?
-Que hables con Aurora. No me entiende, no me hace caso. Sigue con su vida disipada, con los deseos de ser artista y sólo veo que se envicia más. A ver si a ti te escucha, ¿Me echas la mano?
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La Torera, segura de los actos de su vida, no aceptaba ningún reclamo. En cuanto el compromiso le permitía regresar temprano a casa, escapaba a los estudios de televisión; ya sea para trabajar, que no pasaba de ser bailarina en los ballets de relleno que acompañaban a los cantantes o, de las que encerraban en unas jaulas colgantes o, ya sea como actriz principal de los reventones que se organizaban entre los artistas, de los cuales era asidua concurrente. Al día siguiente de una de estas reuniones, llegue a visitarla:
-Comadre, ¿Cómo estas? -Pasado medio día, en bata y pantuflas, recién levantada, sin maquillaje -muy hermosa-, me recibió.
-Cómo me ves... con la cara de cruda y sufriendo la resaca de la fiesta de ayer en honor de un productor que me va a dar un papel en la próxima telenovela; pero ¿Qué aires te trae por acá? Pepe está trabajando y regresa hasta la noche...
-Hablar contigo comadre, si me lo permites. -Imaginando lo que trataría, se puso seria, cruzó los brazos y esperé sus palabras:
-Desembucha compadre, de seguro vienes en representación de Pepe, ¿Estoy equivocada o le atiné?
-Es que ya ni la amuelas comadre, sigues viviendo como soltera, olvidas que eres casada y te vale Pepe y tus hijos; te estás enviciando con el alcohol... bájale el volumen a tus actos.
-El que le debe bajar el volumen eres tú... Mira maestro, porque fuiste mi maestro en la escuela; pero no en la vida. Si alguna vez te pedí un consejo, ahora me arrepiento; porque en la vida, yo soy la maestra, tengo la experiencia que tu nunca has tenido ni llegaras a tener. A Pepe le cumplí lo que me pidió: Darle su nombre a mi hijo y me casé con él. Como premio le he dado un hijo suyo. Eso me pidió y eso le dí; pero no prometí darle mi vida. Esta es muy mía y hago de ella lo que me parece. Bastante hago con respetarlo permaneciendo al lado de él y de mis hijos. ¿Alguna objeción? -Con la cola entre las piernas, sin dar respuesta a su muy clara explicación, me levanté, despedí y salí de su casa.
Días después, al llegar a su hogar antes de lo acostumbrado, en medio de la fiesta, Pepe sorprendió a su mujer en fragoroso idilio con un amigo. Sin hablarle, abrió la puerta de la recámara, entró, cargó a sus hijos, lo acompañó la abuela y salió de la casa. Al día siguiente muy temprano, estando aun dormida compartiendo el lecho con el amigo ocasional, sin darse cuenta de la presencia de su esposo, éste en una camioneta de mudanzas, sacó las pertenencias de la abuela, las de los niños y las suyas, cerró la puerta y abandonó el hogar que le brindó a la hermosa Torera.
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Sola, continuó con su vida ahondándose cada día más en el vicio. Al término de las fiestecitas, desvelada, al tener llamado por las mañanas para actuar, comenzó a tomar pastillas para no dormir y luego para calmar sus nervios. Al ser insuficiente la dosis de las pildoras, empezó probando las drogas de alto riesgo.
En una reunión que terminó en orgía de sexo y narcóticos, a queja de los vecinos por el escándalo, llegó la policía. El distribuidor de la droga, partícipe en la fiesta, al ver dormida por el uso del estupefaciente a la Torera, abrió su bolso y depositó los paquetitos con las dosis de cocaína que llevaba para su venta. La detuvieron junto con muchos de sus compañeros y a ella, por consumo y posesión de droga fue encarcelada y sometida a juicio. Para pagar los gastos de abogados y poder salir bajo fianza, se vió en la necesidad de vender la casa que compartió con su esposo y que éste, a su divorcio, le entregó como reparto de los bienes por la disolución del matrimonio. Al término del juicio fue declarada culpable y sentenciada a cumplir varios años de prisión en el reclusorio femenil.
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En la fiesta del bautizo de un par de gemelitas de las que yo fui padrino, hijas de mi doble o mas bien triple compadre, Pepe, que años después volvióse a casar, me comentó que en una marquesina de un cabaret de ínfima categoría, leyó el nombre de la vedette que encabezaba la variedad: “La Torera”, imaginándose que quizá esta artista y nuestra compañera, fuera la misma persona.
Con curiosidad o mas bien con deseos de volver a verla, días posteriores me programé para asistir al cabaret. Efectivamente, en un rincón del antro, en un tapanco diagonal, a los sones de un cuarteto de músicos, todos estridentes y desafinados ejecutando música española, cantaba y se contoneaba muy ligera de ropa, una mujer de antigua belleza, bien maquillada, destacando en su rostro unos enormes ojos azules.
Al término de su show, bajó y se mezcló entre los concurrentes. Se sentó a una mesa y empezó a beber, fichando por las copas que se consumían. Yo, de pie en la barra de la cantina, no dejé de observarla. Dos horas después, bien ebria se levantó, me vio y con pasos trastabillantes caminó hacia mi; hablándome con voz aguardientosa:
-Dame un cigarro, guapo... -Enseguida de encendérselo, me pidió:
-Invítame un trago, una copa de coñac, ¿Sí? -Marcando en su faz una mueca que aparentaba ser sonrisa. Tomándole del brazo y señalándole una mesa, le contesté:
-Ven a sentarte, te la invito. -Nos sentamos, pedí al mesero el servicio y ella se arrimó muy cerca de mi. Al momento le pregunté:
-¿Torera... No te acuerdas de mi? -Y con las palabras no continuas, hipeando, mirándome con los ojos semicerrados por la borrachera, dijo:
-¿Quién chingaos eres tu? Yo soy Torera, no gitana, ¿A poco crees que por un pinche trago que me invitas voy a convertirme en adivina?
-De un golpe se tomó la copa, cruzando los brazos sobre la mesa dejó caer la cabeza y se quedo dormida.
Pagué la cuenta y salí del lupanar, quedando impregnado en mi ropa, el olor a tabaco, a aguardiente de baja calidad, a perfumes baratos, a sudores masculinos y humores femeninos, que todos en una mezcla nauseabunda, provocaba vómito su aspiración. Y en mi mente, el recuerdo de una hermosa mujer que fue fuente de mis delirios amoroso, en los tiempos de estudiante preparatoriano.
No tuve ocasión de contarle a Pepe mi reunión con Aurora; pero una semana posterior al día de mi entrevista, se enteró. En la primera página de un periódico tabloide que en forma amarillista trata los asuntos policiacos, con grandes letras se leía:
“Vedette ebria y drogada, roba y lesiona gravemente a un cliente del cabaret, en un hotel de paso”. La foto de ella, muy clara, la retrataba sin lugar a dudas. Detenida y encarcelada, La Torera fue nuevamente huésped de la prisión para mujeres.
Durante el juicio, quise hablar con ella, tratar de ayudarle, le llevé un abogado para su defensa, pero se negó a recibirme. Estando en prisión acudí como un amigo para verla, a reconfortarla, a darle un apoyo moral; pero mis deseos fueron infructuosos: No salió a la sala de visitas. Sola, sin familia, su padre fallecido, su madrastra sin importarle y sus hijos reconociendo como madre a la ahora esposa de Pepe, La Torera se consumía tras las rejas de su celda.
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En compañía de mi señora, almorzamos dentro del mercado Jamaica los famosos huaraches con costilla, en un local con el nombre de “Marthita”. La noche anterior estuvimos presentes en la fiesta donde se celebraron los quince años de mis ahijadas, las hijas gemelitas de mi compadre Pepe.
Terminando, saqué el auto del estacionamiento. Inicié la marcha y al llegar a la esquina me detuvo las maniobras que realizaba para cargar la basura del mercado un camión trailer atravesado en la calle. Del lado donde viajaba mi esposa, se acercó una mujer cargando a una niña con un rebozo que brillaba de mugre. Le mostró una receta médica ya muy maltratada y sucia. Con unas palabras pronunciadas entre dientes, sin entenderse claramente lo que decía, pidió ayuda para comprar las medicinas que la niña -enferma-, necesitaba. Mi esposa subió el cristal, sabía que no acostumbrábamos dar ese tipo de limosna al tratarse sólo de indigentes que mentían utilizando esa treta para obtener dinero. Distraído, la observé: Su rostro muy ajado, arrugado como el de una anciana, la mano que enseñaba la receta, esqueleetica; sin embargo, al ver sus ojos me recordó a cierta persona... Con una señal de mi mano le indiqué que diera la vuelta. De mi bolsillo aparté un billete, al llegar a mi lado se lo dí. Ante la sorpresa por el monto de la dádiva, me vio, abrió sus ojos zarcos ya no se azul claro como antes; sino gris, de un gris triste, apagado... sin brillo. Tartamudeando me dio las gracias. Sin dar la vuelta, caminando hacia atrás por todo lo ancho del camellón, sin dejar de verme, se alejaba. Con mis manos, dedos abiertos, el brazo fuera de la portezuela, le hice la señal de despedida y le hablé con cariño:
-¡Adios Torera!... ¡Adiós Aurora!
No se si me reconoció, con pasos vacilantes de su piernas ahora entecas, tornó y aceleró su caminar. Llegó al sitio donde se deposita la basura del mercado y sobre un montón de desperdicios, se sentó al lado de un hombre con la vestimenta típica de un teporocho. Se arrebujó a su lado colocando a la niña entre los dos; de entre las piernas del individuo tomó una botella, luego le entregó el billete y hablándole algo, me señaló. Cuando ambos levantaron su vista hacia mi, regresé la mirada al frente y ante la insistencia del conductor del auto tras el mío, reinicié la marcha.
-¿Por qué le diste tanto dinero? -preguntó mi esposa. -Tu no das limosnas y menos de esa cantidad.
-Porque lo necesita, su hija está enferma.
-¿La conoces, verdad? La llamaste por un apodo.
-La creí reconocer... pero no era.
Traté de olvidar la piltrafa de mujer que ante mis ojos se plantó, la mujer andrajosa y vestida con guiñapos de la que me despedí; la mujer que asombrada al caminar retrocediendo, creí leer en su labios murmurantes, pronunciar mi apellido; la mujer de aquellos grandes ojos azules que aún en ciertas noches soñaba con ellos; la mujer de aquel cuerpo que deidifiqué... pero no pude, su evocación pugnaba por exteriorizarce y traicionó mis sentimientos.
Calles adelante, cuando la señal de semáforo me detuvo, simulando que me sonaba la nariz, con el pañuelo recogí algunas lágrimas que escaparon de mis ojos, lágrimas que no mitigaban el dolor que me embargaba, lágrimas que brotaban al recordarle.
Por su inolvidable presencia; por el amor que le profesé; por nuestra vida de estudiantes; por su azarosa vida de la que recibió no sé si un justo pago y la convirtió en una tragedia, y en una sombra a su cuerpo, el hermoso cuerpo de La Torera que cobijó las primeras emociones sexuales de mi juventud...